Como peino canas desde hace años, reconozco hoy aquí que soy un verdadero privilegiado por haber vivido una gran época de buen baile flamenco, la que va desde los setenta a los noventa. Veía a la gran Fernanda Romero andar por la Alameda de Hércules o el Barrio de la Feria de Sevilla y se me paraba el pulso, con su pelo negro y brillante recogido en un moño y unos andares que mareaban. Qué personalidad tuvo esta bailaora, que ya murió. La primera vez que vi bailar a Rocío Molina me la recordó y desconozco si la joven malagueña la vio bailar o no alguna vez, pero lo cierto es que me acordé de Fernanda viéndola bailar en el Parque de María Luisa, con movimientos improvisados y de una enorme frescura.
De bailaores, refiriéndome a Sevilla, me gustaron siempre tres fenómenos: Farruco, Rafael el Negro y Juan Montoya, el padre de Lole Montoya. Si hubiese sido posible fundir a los tres en un solo bailaor, hubiera sido el no va más. La pureza salvaje de Farruco, la naturalidad y la difícil sencillez de El Negro, que parecía que bailaba en el patio de su casa, y la elegancia de brazos de Juan. Solo veo eso en el bailaor trianero Paco Vega, de la familia de Gitanillo, sin duda alguna el mejor de los que quedan, que son pocos. Y, a veces, en el moronero Pepe Torres, el nieto de Joselero, en el gaditano El Junco y, por supuesto, en Farruquito, el genio de este tiempo.
Sé que cada época del baile ha dado una manera de bailar y que es un error entrar en comparaciones. También sé que aquellas maneras no van a volver, salvo envueltas en un mimetismo lógico, como ocurre en el cante. Cada bailaor o cada bailaora son irrepetibles. Matilde Coral es irrepetible, por muy buenas que sean Pepa Montes, Milagros Mengíbar o Carmen Ledesma. Dejo al margen a Manuela Carrasco porque es punto y aparte, como lo es Angelita Vargas, aunque ya no baile. Bueno, sí, la sientan en una silla, levanta un brazo y se para el mundo. Incluso Canales, que no es de los que van con la lección aprendida, sino con el tarro de las esencias preparado por si hay que abrirlo.
La mayoría de los bailaores y de las bailaoras de hoy, de la nueva hornada, bailan como se canta o se toca la guitarra en este tiempo: con un desarrollo técnico impecable, de tantas horas de estudio, aunque sin apenas pellizco. Ya sé que todo esto es muy subjetivo, pero es como lo veo yo. Y como lo siento. Escribo para decir lo que siento y no para agradar a todo el mundo, que por otra parte sería algo imposible conociendo las peculiaridades de este mundillo artístico.
Digo todo esto porque no entiendo cómo la crítica actual, o parte de ella, saca el botafumeiro para aplaudir una manera de bailar que, salvo excepciones, carece de interés jondo alguno. Siempre ha habido un componente teatral en el baile flamenco, pero lo de ahora no es teatro, sino ojana. Salvo tres o cuatro, ¿quién baila hoy con arte natural?