En los tiempos flamencos actuales, todos sabemos que cualquiera acusado de ser “purista”, es sumariamente juzgado y castigado virtualmente por haberse atrevido a querer detener la inevitable marcha del progreso, o dictarles a otros lo que es, y no es el flamenco. O al menos eso parece.
Con el Festival de Jerez clausurado y archivado hasta el año que viene, y la Bienal de Sevilla casi a la vuelta de la esquina – ambos eventos conocidos por la diversidad de sus respectivos programas, desde lo más clásico, hasta lo más experimental – es momento oportuno para contemplar por qué algunos espectáculos proyectan flamencura a pesar de hacer uso de elementos vanguardistas, mientras que otros parecen tener todos los ingredientes necesarios, pero apenas registran en el jondómetro. A veces los lectores me expresan su decepción con alguna función o recital que han ido a ver a raíz de mi recomendación, como al departamento de atención al cliente, para quejarse por un producto que no cumple expectativas. En España, entradas de teatro para dos, más el parquin, copas y tapas, fácilmente rebasa los cien euros, así que la gente necesita saber dónde se está metiendo.
Recientemente, en la actuación de un conocido artista que suele construir su música basándose en los elementos más tradicionales, agregando su propia creatividad e inspiración, escuché los comentarios indignados de los de la fila detrás de mí: “¡si no canta nada como es!”. Este es el tipo de aficionado que espera escuchar cantes determinados, sin una nota cambiada, casi siempre en función de una interpretación específica escuchada hace años y que la persona considera la única versión legítima. Esta rigidez es una distorsión desafortunada de lo que se trata el flamenco, porque impide la creatividad y aquella materia prima que tanto escasea: la personalidad.
El hecho de que algunos artistas creativos interpreten el flamenco tradicional de manera absolutamente original, es extremadamente importante en estos tiempos dinámicos, porque es la prueba más elocuente de que sí, el flamenco puede evolucionar respondiendo a diversas épocas, individuos o sensibilidades, sin perder su identidad, aunque siempre funciona mejor para aquellos que dominan la estructura y saben emplear la máquina. Cuando compras algún aparato, lo llevas a casa, lo desenvuelves y lees el manual. Si lo instalas correctamente y lo utilizas debidamente, tendrás los resultados deseados. Así funciona el flamenco: aprende las reglas y la máquina funcionará bien, sea cante, baile, guitarra o cualquier otra variante. Desvíate de las estructuras, y la energía flamenca se escapa como el aire de un globo pinchado.
Entonces, ¿cuáles son las “estructuras”? El pulso rítmico del compás – medidas de doce, ocho, tres o formato libre – un modo musical que puede ser el mayor, el menor o el frigio – y melodías tradicionales que pueden ser complementadas por versiones personales o estilos menos conocidos. Prácticamente cualquier otro elemento es negociable (y si no, preguntárselo a Israel Galván), lo cual deja un universo de oportunidad para la improvisación y la creatividad. Es el regalo del flamenco que nos proporcionan las estructuras, que son pocas pero rígidas, dejando un espacio donde administrar las emociones de modo que se compartan con otros y tengan entidad artística. Este tipo de externalización y comunicación es la función de todo empeño artístico, pero parece que en el flamenco se aprovecha el proceso especialmente bien.
Si estás leyendo esto, lo más probable es que el flamenco te enriquece la vida tanto como a mí. Para mantener este género vibrante y vivo con todo su frescor y dinámica intensidad, debemos defender sus estructuras, las cuales, a diferencia de los intérpretes que van y vienen, son las constantes vitales de este género.