Jamás se ha estudiado el hecho de cómo determinados artistas flamencos hicieron algo más que cantar, bailar o tocar la guitarra. Se destaca siempre el papel en el último tercio del siglo XIX del cantaor y empresario sevillano Silverio Franconetti, pero hubo muchos más. Incluso anteriores a él. Recordemos la inmensa labor de algunos maestros boleros como Miguel y Manuel de la Barrera, quienes, como ya averiguamos hace algún tiempo, no eran hermanos, aunque se haya escrito hasta la saciedad. Ambos tuvieron academias en Sevilla –el sevillano Manuel de la Barrera, también en Cádiz–, y esas academias no eran solo escuelas para aprender a bailar, sino locales a los que la gente iba a disfrutar de los espectáculos, en los que por cierto se dieron a conocer algunos cantaores importantes como el propio Silverio, José Perea, José Lorente, Ramón Sartorio, Juraco y Enrique Prado, entre otros.
La iniciativa empresarial de los Barrera fue, pues, determinante para la profesionalización de los artistas y la difusión de lo que ya empezaba a parecerse a lo que luego fue el flamenco. También Luis Botella Zurita era bolero, además de director del Salón Recreo, en la calle Tarifa. Luis Botella, por cierto, era malagueño y no sevillano, lo mismo que Miguel de la Barrera, que nació en Antequera, donde ni siquiera lo saben. Otro artista histórico que se movió en esas lides fue Juan de Dios Domínguez El Isleño, llegando a dirigir junto a su hijo, Juan de Dios Domínguez Jiménez, el Café Filarmónico de Sevilla, y éste tuvo un café flamenco en Huelva, siguiendo la estela de Silverio, que también lo tuvo algún tiempo en esa ciudad.
Fuera de Sevilla, es necesario destacar el papel que jugó el cantaor gitano Juan Junquera, en colaboración con su hermana Tomasa, artista también como él. Junquera tenía el Café de la Vera Cruz de Jerez, pero tampoco se conformó con hacer esa labor en su tierra y tuvo un local flamenco en la localidad sevillana de Utrera, donde, entre otros, cantó Don Antonio Chacón. También dirigió algún tiempo El Filarmónico de Sevilla, uno de los más importantes de la capital andaluza, después de El Burrero y el Salón Silverio.
Es curioso, como he comentado en alguna ocasión, que haciendo Junquera lo mismo que Silverio, comerciar con el flamenco, todos los palos se los llevara el artista sevillano. Y recordemos que esa labor la llevaron a cabo los dos en una misma época, puesto que eran coetáneos. Labor fundamental, sin duda alguna, porque gracias a ellos debutaron muchos otros artistas como profesionales del cante, el baile y el toque, que luego hicieron historia. El guitarrista sanluqueño Paco el Barbero, de los más influyentes del XIX, también tuvo un tabanco flamenco en la sevillana calle Plata, la misma calle donde montaron academia unas décadas antes, Manuel de la Barrera y La Campanera. Además, El Barbero montó academia de guitarra en Sevilla, en San Estéban, luego fue también un artista flamenco con una clara visión para los negocios relacionados con el arte jondo.
Ya en el siglo XX, la lista sería interminable, con artistas como Pastora Imperio, que tuvo en Madrid el Tablao El Duende, con su yerno, el torero Gitanillo de Triana, o Manolo Caracol, que abrió Los Canasteros en la calle Barbieri, también en la capital de España. Un estudio que está por hacer, aunque aportaré muchos datos en mi libro sobre el flamenco del XIX en Sevilla, si es que soy capaz de acabarlo alguna vez. Artistas y también empresarios, personas que llevaron a cabo una enorme labor. ¿A cuántos artistas sacó Caracol de Los Canasteros? ¿Cuántos descubrió Silverio en su aventura empresarial, primero como director de algunos locales y luego como dueño del último que tuvo, que fue en la sevillana calle Rosario, hasta poco antes de su muerte en 1889? O Juan Junquera, un verdadero descubridor de talentos jerezanos del último tercio del XIX.