Antonio Gades nunca se quejó de que muchos le tildaran de bailarín en vez de considerarlo un bailaor. A él esas cosas le traían al pairo. Él, que no se consideraba artista, sino simplemente un trabajador de la cultura, a él, que no podías llamarlo maestro porque se molestaba. Yo siempre me sorprendía ante esa inconsistente discriminación por parte de aquellas personas que no consideraban su baile lo suficientemente jondo como para otorgarle el título de bailaor flamenco. Algo parecido ocurre cuando a Plácido Domingo, algunos puristas del género operístico, le afean haber grabado canciones mexicanas o tangos argentinos. ¡Estúpidos!
Pienso que, si bailas por soleá, en ese momento eres bailaor, y si lo que interpretas es El sombrero de tres picos entonces eres bailarín. Y si haces ambas cosas, como era el caso del gran Antonio Gades, ¿por qué no considerarlo bailaor cuando bailaba por seguiriya, y bailarín cuando hacía lo propio al son del Vito? No sé a qué viene esa diferenciación, porque si hablamos del estilo, creo que Gades era jondísimo, serio y apabullante como bailaor, con su baile macho que se decía antaño, aunque hoy las militantes femijondistas, Bohórquez dixit, pongan el grito en el cielo ante semejante apelativo (me descojondo, como dice mi compañera Myriam).
Nunca he entendido bien esa exclusión arbitraria. Es verdad que Antonio era, según sus palabras, un payo de Elda (Alicante) criado en Entrevías (Madrid), y al parecer poco importa el hecho de haber sido el predilecto de aquella gigante del baile que fue Pilar López, ni tiene importancia haber arrasado en el mundo entero durante muchos años con la Suite Flamenca, que ofrecía en sus espectáculos junto a Bodas de Sangre para la segunda parte. En la Suite se bailaba flamenco, como hizo desde su debut en el tablao barcelonés Los Tarantos con la sonanta del nunca bien ponderado Emilio de Diego, compañero de fatigas durante más de dos décadas y autor de la maravillosa música del drama de Lorca.
Me contaba Antonio cómo en aquellos años, ante públicos poco receptivos, solía acudir al socorrido TAMIRÚ, con el que lograba meterse a los más ñoños en el bolsillo, sabedor de que bailando Taranto, Mirabrás y Rumba el más seco se deshacía en aplausos. Cantándole Calderas de Salamanca o Juan Peña Lebrijano lograba pellizcar como pocos, hiriendo el corazón del respetable con cada paso, o, como él mismo solía decir, con lo que hay entre paso y paso.
Y del Gades coreógrafo para qué hablar, además de las obras citadas, compuso Carmen (con más de diez mil funciones), Fuego (El amor brujo), que tuvo que ponerle ese título alternativo ante la negativa de la familia Falla para que usara el original, y Fuenteovejuna, su última obra, cuya música tuve la dicha de seleccionar, componer y arreglar para girarla por los mejores teatros del mundo. Cinco obras en cincuenta años de profesión (sin contar el Don Juan de Alfredo Mañas con música de García Abril y otras de pequeño formato de su etapa juvenil). Cinco obras maestras en toda una vida dedicada al baile, mientras otros hacen una obra cada año. En el cajón se quedó El Quijote, proyecto que teníamos muy avanzado pero la enfermedad que acabó con su vida en 2004 no dejó que se hiciese realidad.
Gades presumía de no haber tenido nunca que ir con un dossier bajo el brazo por los pasillos de un ministerio, siempre trabajó como empresa, excepto el tiempo que estuvo al frente del Ballet Nacional. Y pocos saben que fue cesado por obtener beneficios. Se presupuestó un dinero para fundar el BNE (1978) y tras las giras regresó con la recaudación, que suponía el cuádruple de la dotación recibida para iniciar el proyecto. ¡¡Nooooo!!, le dijeron. ¡¡Ese dinero es para gastarlo!! ¡¡No puedes tener beneficios!! Y el entonces ministro De La Cierva lo cesó del cargo, supongo que tras los improperios de Gades hacia la política cultural. Y ahí seguimos. El Ballet Nacional de España debiera ser el mejor del mundo, Gades quiso hacerlo, pero no le dejaron.
Al lío. He visto teatros rendidos a sus pies bailando por soleá, vibrando con su inolvidable farruca, he vivido como en la playa de Copacabana, ante cien mil espectadores del bullicioso Río de Janeiro, se hacía un silencio estremecedor mientras levantaba un brazo, lentamente. Son cosas que jamás se olvidan, y aún hoy tengo que seguir escuchando que Gades no era bailaor sino bailarín. Tamaña memez, con perdón, siempre sale de la boca de quien no entiende el Arte. Mario Maya, El Güito, compañeros de Antonio en su época con Doña Pilar, como ellos la llamaban, siempre me hablaron maravillas del Payo de Elda, nunca dudaron de su flamencura y de su talento innato para coreografiar un espectáculo.
Un día lo encontré en una cafetería, mientras preparaba Fuenteovejuna para el Teatro Real, sorprendido ante un titular de El País: Las puertas del templo de la gran música se abren para el flamenco (precisamente en referencia al su espectáculo menos flamenco). Y resulta que veníamos de los mejores teatros, de Milán a Tokio, de París a Buenos Aires, las grandes casas de ópera de todo el mundo hacía décadas que se habían abierto al arte de Gades y en Madrid aún no se habían enterado. No en vano Fuenteovejuna se estrenó en la ópera de Génova, el Teatro Carlo Felice, en diciembre de 1994. Pero en su tierra, plagada de enteraos, no lo sabían. De ahí que otra de sus frases preferidas la cantiñeaba con aquello de Españaaaa, cuánto te quiero, pero en postal. También solía decir que el nuestro es el país con más cultura y el más inculto.
Y achaco a esa incultura el hecho de encasillar como bailarín a un artista tan completo como Antonio Esteve Rodenas, para el arte Antonio Gades. Desde Expoflamenco quiero recordarlo, reivindicando su saber jondo, su talento creador para el flamenco y sus hechuras de auténtico bailaor.
Si ustedes quieren, otro día contaré más cosas de Antonio, tengo vivencias para un libro.
Faustino Núñez