Llevo media vida investigando el cante y a los intérpretes de Triana y he tenido la inmensa suerte de conocer a muchos de los buenos artistas del arrabal sevillano, donde viví casi ocho años, concretamente en el Barrio Voluntad. Pero antes de vivir en ese barrio, con 13 años ya trabajaba en un taller de pintura de la calle Constancia, de Antonio Tocino, y algo más tarde, en una sastrería de la calle Trabajo, la de Ángel Sierra. Incluso me casé con una trianera en 1986, nada menos que en la Capilla de los Marineros.
A uno de los cantaores que más traté fue a Antonio González Garzón, El Arenero. Para mí, punto y aparte en el cante de El Zurraque, o sea, en las soleares alfareras. No digo que fuera el más largo de esa escuela, pero tenía una voz muy particular y un temple único. Esas soleares no admiten mucha velocidad en la voz, ni se requieren unas grandes facultades para interpretarlas. De hecho, se estrellaron muchos cantaores que intentaron tenerlas en su repertorio y llevarlas a los discos, sin necesidad de entrar en nombres.
Al parecer, fue el mítico Ramón el Ollero, nacido en la calle Procurador de Triana, quien primero destacó en estas soleares. Era un cantaor largo, de los más enciclopédicos de su tiempo –último tercio del siglo XIX–, pero sobre todo dejó huella en las soleares alfareras. El Arenero nació veinte años después de morir El Ollero, que falleció en Sevilla en 1905, así que no lo pudo escuchar cantar, luego accedería a esa escuela a través de los cantaores más viejos del barrio. El mismo Antonio me dijo una tarde en un bar de Triana que había “mucho cuento con Ramón”, porque hablaban de él personas que jamás lo escucharon cantar.
Antonio, además, fue un profesional tardío, su verdadero oficio era el de arenero, de ahí su remoquete artístico. Me contaba que el cante se aprendía entonces, cuando era un niño, en los años treinta del pasado siglo, en las tabernas y en las reuniones de aficionados, y que siempre escuchó hablar muy bien de El Ollero, sobre todo al cantaor trianero Emilio Abadía, quien tampoco pudo escuchar a Ramón Rodríguez Vargas, que así se llamó El Ollero. Emilio nació en 1903, luego supo de su cante a través de cantaores de su tiempo y de viejos aficionados. De Garfias, por ejemplo, el cantaor y sereno de la calle Castilla.
Pero lo cierto es que El Arenero pudo escuchar a buenos intérpretes de esos cantes, como el ya citado Abadía, Manolo Oliver, El Sordillo o Domingo el Alfarero, que aunque tampoco alcanzaron a Ramón, tenían su escuela. Escuché a Antonio el Arenero en reuniones de aficionados, por ejemplo en la casa del odontólogo trianero Paco Parejo, de la calle Alfarería, y muchas veces en los escenarios, pero ya de mayor y con la voz muy gastada, porque era un fumador empedernido. Esa merma de facultades le obligaba a decir el cante a media voz, con unos bajos increíbles y una lentitud de toreo de arte. Vocalizaba de maravilla y cuadraba la soleá a la perfección, a pesar de que el compás no era su fuerte.
Estuvo cantando hasta 2004, año en el que falleció, después de haberse convertido en una de las principales referencias del cante trianero, espejo de otros cantaores como Chiquetete, Paco Taranto o Márquez el Zapatero, entre otros. Pocos cantaores de tan tardía profesionalidad llegaron tan altos, sobre todo en Triana. El Arenero es hoy un clásico del cante por soleá, aunque cantó también por seguiriyas, llegando a bordar A un toro de plaza, el cante de La Josefa. Pero los aficionados lo vamos a recordar siempre por sus melosas, sobrias y profundas soleares alfareras, y por una letra que nunca dejó de cantar:
Sordo como una tapia
y ciego de nacimiento.
Más valía que mi mare
me hubiera parío muerto.
Menudo cantaor era don Antonio. Y menudo personaje. Un cachondo de primera y, sobre todo, un fiel amigo de sus amigos.