Texto y fotos: Joaquín Zapata
Una noche de verano a orillas del Mar Menor puede ser, por sí misma, absolutamente etérea. Tal es el calor que oprime esta tierra mientras que el sol la recorre, que las noches vienen a ser el único momento posible para el esparcimiento al aire libre.
Tal vez sea este uno de los motivos, pero no el único, que explique el tremendo éxito de público del XXIII Festival de Flamenco de San Pedro del Pinatar, que cada año se celebra en homenaje a Camarón de la Isla. El Parque de la Aduana del pueblo ribereño rozó el lleno, lo que es ya de por sí una buena noticia para este arte.
Por otro lado, fue bastante acertada la composición del cartel pues el conjunto de artistas participantes era lo suficientemente representativo en cuanto a las diversas corrientes del flamenco como para atraer a un público variado.
Abrió el festival la cantaora Lole Montoya, acompañada a la guitarra por Manuel de la Luz y a la percusión por Paco Vega. Lole es uno de los últimos exponentes en activo de aquella generación que desde la década de los setenta cambió la forma estética del flamenco, por lo que verla en activo siempre es interesante, aunque no haya cambiado demasiado su forma cantaora desde entonces. Presentó un repertorio variado en la que incluyó cantes correspondientes a la época que le dio la fama junto al siempre añorado Manuel Molina, con otros de corte tradicional. Es en estos últimos, puesto que son mucho más exigentes, es donde se hace patente la merma de sus capacidades vocales por el inexorable paso de los años.
Continuó la velada con la ganadora del Desplante del Festival del Cante de las Minas, Alba Heredia, quien junto con El Cabrero, resultaron ser los triunfadores de la noche, cada cual en su parcela.
Emparentada con el gran Manolete y perteneciente a la saga de los Maya, la granadina une en su danza la fuerza propia de su juventud con una maestría incuestionable. Por momentos su ejecución es pura energía en íntima convivencia con el compás, por otros, plasticidad y movimientos imposibles.
Mientras tanto, pasando desapercibido a los ojos de la mayoría, sostenía en peso del espectáculo el único guitarrista del cuadro, Luís Mariano, a quien bien se le puede atribuir una buena porción del éxito del magnífico espectáculo que ofrecieron.
El cante de Juan Ángel Tirado y de Joni Cortés y las palmas de Rafi Heredia, completan el atrás de Alba Heredia, quien fue despedida con todo el público puesto en pie en unánime reconocimiento a la genialidad de su baile.
Tras el intermedio, el festival continuó con El Cabrero, acompañado a la guitarra por Manuel Herrera. El veterano cantaor tiene por costumbre no dejar a nadie indiferente. Ese es el motivo por el que la afición lo aclama y le sigue allá donde actúe. No es inusual ver entre el público en sus recitales gente vestida con camisetas de grupos de rock o incluso con la estampa del cantaor de Aznalcóllar.
«Hoy tengo ganas de cantar», dijo nada más sentarse frente al micrófono, y vaya que si era verdad. Hasta en tres ocasiones le encendieron las luces desde el control, le llegaron a bajar el volumen del micro y hasta le requirieron con aspavientos desde un lateral para que saliera del escenario. No lo callaron. Cantó mientras tuvo gana, pese a que no era último en intervenir, con el beneplácito del público que se ponía en pie tras cada uno de sus cantes.
Merece ser destacado el toque de Manuel Herrera, quien acompañó con un aire añejo, de continuo marcaje y ligeramente acelerado compás. Unido a lo anterior, la limpieza de sonido que otorga la técnica de nuestro tiempo, en la que el guitarrista no es en absoluto parco.
Soleares, hasta cuatro canciones por bulerías, la serrana, siguiriyas, fandangos naturales y de Huelva, malagueñas y más fandangos, compusieron el larguísimo repertorio que José Domínguez ofreció en San Pedro, pese a esto, el respetable le llegó a pedir bises, incluso después de que lo sacaran del escenario.
Cuando Antonio Vargas, Potito, apareció en el escenario con la asistencia del guitarrista Manuel Fernández, el pueblo que inicialmente abarrotaba la plaza, seguía sentado pese a ser ya altas horas de la madrugada.
Comenzó por soleá, ejecutada con mucha solvencia, para templarse. Más al concluir con la pieza parte del auditorio empezaba a marchar. Continuó con las alegrías «Cuando amanece» incluidas en su disco «Andando por los caminos» que grabó siendo todavía un niño.
Finalizó la actuación con tangos y bulerías, mientras que entre cante y cante el auditorio prácticamente se había vaciado.
Reside aquí el principal problema de este formato de festivales. Éste en concreto duró cerca de las cuatro horas, lo que supone demasiada extensión para poder mantener la atención y aguantar sentado en todo momento, pese a que la noche era apacible. Tampoco los artistas pueden elaborar sus actuaciones conforme a su apetencia y la del público, pues están fuertemente condicionados por el tiempo y por el respeto que se debe a los tiempos del resto de compañeros que actúan la misma noche.
Otros festivales de la zona hace tiempo que han optado por el formato de un artista por día, o máximo dos, prolongándose el desarrollo del evento varios días. El Festival de San Pedro atrae a la afición llena cada año, y tal vez sea la hora de avanzar a formatos de larga duración que no tienen por qué dejar de ser un éxito. De hecho, el plantel de artistas ofrecido este año y otros anteriores nada tiene que envidiar a otros festivales de más peso mediático.