En el año en que se cumple el 50º aniversario de la muerte del dictador Francisco Franco, la editorial de la Universidad de Cádiz acaba de publicar Los escritores y el flamenco: la lucha antifranquista (1967-1978), del investigador estadounidense Tyler Barbour. Un minucioso ensayo en el que se analizan las conexiones entre cantaores de ese periodo con poetas como Federico García Lorca, Rafael Alberti o Miguel Hernández, nombres emblemáticos de la lucha antifranquista.
Barbour, californiano de San Diego, recuerda que empezó a interesarse por lo jondo cuando empezó a tocar la guitarra en su segundo año en la universidad, que cursó en Buenos Aires. “Aprendí cosas del folklore argentino, de Atahualpa Yupanqui y Mercedes Sosa. Yo quería seguir con esa línea, pero a mi vuelta solo encontré profesores de guitarra clásica. Hasta que uno de ellos, llamado Jack Sanders, me dijo ‘puede que te guste el flamenco, prueba por ahí’. Me tocó una farruca y me encantó”.
Después de acompañar a un grupo local como segundo guitarrista durante un tiempo, entendió que tenía que venir a España a profundizar en esa disciplina. “Como auxiliar de conversación podía elegir entre tres ciudades y puse Granada, Sevilla y Cádiz… Y me tocó esta última. Aquí hice el máster de Estudios Hispánicos y realicé un trabajo de fin de máster sobre Lorca, la canción protesta y el flamenco, un tema que seguí abordando cuando hice el doctorado”.
No obstante, el franquismo era un periodo que le atraía desde mucho antes, cuando estudiaba Relaciones Internacionales en Pomona College y empezó a indagar en las relaciones entre Eisenhower y el dictador. Pero entonces no podía prever lo que supondría para él una figura como la de Enrique Morente. “Fue lo primero que me llegó, sobre todo la manera en que cantaba a Miguel Hernández y a Lorca. Ahí me fue interesando la idea de que las imágenes de ciertos poetas se convirtieran en símbolos antifranquistas. El propio Enrique le dijo muy claramente a Balbino Gutiérrez que cantaba como contribución a la lucha contra la dictadura”.
La España de aquellos primeros años 70, no obstante, “era posterior a la nueva Ley de Prensa, de modo que no sufría tanto la censura, si bien Andaluces de Jaén fue prohibida hasta los 80. Pero cuando Morente hace a Miguel Hernández en 1971, ya está en otra España”, evoca Barbour. “La necesidad de esquivar la censura la vemos por ejemplo en la primera letra de Francisco Moreno Galván, Faltitas a mi persona, en la que la crítica al franquismo está velada tras referencias autobiográficas. Por otro lado, no va a ser hasta 1974 cuando se pueda criticar abiertamente al régimen, y Moreno Galván pueda escribir letras como: Guerrillero, guerrillero / qué bien me suena tu nombre / va ligado a la leyenda / de libertad e ilusiones”.
«Fue lo primero que me llegó, sobre todo la manera en que cantaba a Miguel Hernández y a Lorca. Ahí me fue interesando la idea de que las imágenes de ciertos poetas se convirtieran en símbolos antifranquistas. El propio Enrique le dijo muy claramente a Balbino Gutiérrez que cantaba como contribución a la lucha contra la dictadura»
El investigador recuerda también aportaciones como las letras de Caballero Bonald interpretadas entre otros, por Diego Clavel, tan contundentes como aquella seguiriya que decía: Descanso a mi cuerpo / no le voy a dar / hasta que llegue la horita en que pueda decir la verdad”. Pero también que el exceso de fervor militante suscitaba quejas entre los flamencos. “Diego Clavel no quería ser político, quería ser cantaor. Lamentaba que a los estudiantes les gustaran las letras, no el cante”.
Frente a este caso, están los de Paco Moyano, que se radicalizó al llegar a Madrid y no dudó en criticar al régimen con sus letras, o José Luis Ortiz Nuevo, que llegó a ser encarcelado por desórdenes públicos y por rojo, y que compuso un martinete desde la cárcel que decía: Yo no quiero na de nadie,/ yo solo quiero lo mío:/ aquello que me robaron/ antes ya de haber nacío… “Luego está también Gerena, que en mi opinión no habría sido tan popular si no fuera por su contestación al franquismo”, añade.
Hay otros casos de evolución progresiva, como el de Fernando Quiñones, “que según demuestra Génesis García, en el 72 era de la opinión de que el flamenco auténtico no podía comprender la protesta política, pero eso cambia hacia 1981, cuando empieza a admitir que lo jondo puede ser contestatario sin perder su esencia”. Tampoco olvida Barbour la aportación del teatro de filiación flamenca, con La Cuadra de Salvador Távora a la cabeza, “y en la que el cante se establece como núcleo de su lenguaje escénico”.
En todo caso, el libro de Barbour pone de manifiesto que el flamenco no solo fue ese fenómeno instrumentalizado por la dictadura. “Me parece interesante que se le volviera en contra. Todavía muchos españoles asocian el flamenco con el franquismo, pero su uso con fines propagandísticos fue, como se ve, parcial. El régimen no tenía un plan cultural, mandaba a cantaores y bailaores por el mundo para proyectar una determinada imagen de España, pero las letras van a terminar orientándose hacia la crítica de ese mismo sistema”.
¿Qué fue de ese compromiso?, cabría preguntarse. Para Barbour, “actualmente hay una minoría de cantaores políticamente activos. Están Juan Pinilla, Rocío Márquez, Niño de Elche… Pero a la mayoría no parece importarle demasiado los cambios sociales”.