Vaya por delante que los años que estuve en la Compañía de Antonio Gades fueron lo mejor que me ha pasado en la vida. Por eso me pongo pesado con este tema y vuelvo sobre él cuando se tercia. No lo puedo evitar. Las Cozas.
Tuve la dicha de que Antonio me encargara el diseño y composición de la música de la que resultó ser su última coreografía, su ultimo ballet: Fuenteovejuna. Fueron seis meses de intenso trabajo, elaboración de un guion bailable partiendo de los bocetos que había hecho Pepe Caballero Bonald. Una vez hecho el guion (que acabamos en casa del doctor Barros, aquel médico milagroso que fue amigo de lo más granado de la cultura antifranquista, de Bergamín a Picasso, de Gades a Alberti) empezamos con la música, después la coreografía y puesta en escena. Antonio dio por acabado el ballet en diciembre de 1994, pocos días antes de su estreno en la ópera de Génova.
Fui a registrarlo a SGAE, y el 50 por ciento de los derechos que correspondía a la música hubo que repartirlo entre el recordado Antoñito Solera, que contribuyó no poco en la elaboración de la banda sonora de aquella obra maestra, un porcentaje, alto, para Antón García Abril, que en verdad no había compuesto nada original para la obra, sino que nos dejó una cinta con fragmentos de otros proyectos que no habían resultado, y que mi menda lerenda reelaboró cortando aquí y allá, «recreando» la música para los pasos a dos (la sábana y la manta), además de un breve fragmento que extraje de un disco. Pero hete aquí que, al ser Abril un gerifalte de Autores, lo que vulgarmente conocemos en Cuba como “vaca sagrada”, en Gran Derecho me exigieron más porcentaje que al resto, y así hubo de hacerse. Además, contaba con que Antonio le había pedido en su día al compositor maño la música de este ballet y ante su negativa debido a la falta de tiempo el bailarín me dijo: “Hay que poner algo de García Abril”. Y así lo hice, con la citada cinta y un disco que yo tenía con obras suyas confeccioné los ocho minutos de su autoría, en una obra de noventa. No me dolían prendas, con lo que me correspondió me daba con un canto en los dientes. Yo, que nunca me he considerado compositor, resulta que acabé haciendo una música que iba a dar la vuelta al mundo. Conocía a García Abril de mis años de alumno en el Conservatorio de Madrid, cuando estaba en el edificio del actual Teatro Real, y ya entonces tenía fama entre los alumnos de mangón. Después del estreno en Madrid, precisamente en ese teatro, lo encontré en el escenario con la ministra de cultura de entonces relatando el proceso de composición de Fuenteovejuna, alardeando del trabajo hecho. El muy cara dura. Ya no está entre nosotros pero bueno, coincidí con él siendo jurado en un concurso de SGAE y pude recordarle la infamia de apropiarse de los méritos (y de los dineros) de otros. Y se lo dije a la cara. Hay testigos. Ni se inmutó. ¡De mármol!
«Mi amigo nos citó en un conservatorio de Madrid y antes de empezar a contarle lo que Antonio quería salió hablando de los dineros que debía cobrar, derechos, exclusividad y otras lindezas de ese jaez. Obviamente no sabía con quién se estaba batiendo el cobre»
A lo que vamos. Juro que jamás lo hice, pero en la Compañía se corrió la voz de que Solera, compadre de Antonio, y yo mismo, cuando se abría el telón, ya fuera en Carmen o en Fuenteovejuna, las dos obras en las que participé como guitarrista en los años que estuve en la Compañía, contábamos la gente que había (siempre lleno, por cierto) para calcular cuánto nos llevábamos de SGAE. Solera y yo éramos autores de parte de Fuenteovejuna. Antoñito también de Carmen, y claro, lo que nos correspondía era muchas veces más de lo que nos pagaban como guitarristas. Lo de contar el público era un bulo, ahora que está tan de moda, que hicieron correr el propio Antonio y el Gómez de Jerez, quienes con su conocida guasa echaban unas risas a costa de las regalías que nos correspondían de la música del ballet. Hoy trincáis bien, ¿eh?, decían. Nosotros lo tomábamos a coña.
Desde hace muchos años vengo diciendo que lo mejor que me ha pasado es haber estado junto a Gades diez años de mi vida. Desde que nos conocimos hubo un flechazo. Yo me sabía al dedillo su obra, me tenía empollados los pasos de sus películas, sabía cada detalle y eso lo apreció mucho el día que nos conocimos en su casa de la Plaza de Castilla gracias a la recomendación de mi hermano Mauricio Sotelo. Un pequeño chalet cuyo vestíbulo tenía en el aparador una foto de la boda de Antonio con Pepa Flores, y los padrinos, Alicia Alonso y Fidel.
Nunca jamás fue el dinero lo que me llevó a entusiasmarme cuando Gades me propuso colaborar con él en su ballet, la oportunidad de ayudar a un genio al que admiraba en su trabajo cubría con creces mis ambiciones. Gané, como autor, lo suficiente para vivir cómodamente, cierto, pero, aunque en otras actividades sí que me preocupo por los honorarios, con Gades el dinero era, para mí, lo de menos.
Recuerdo que Antonio me pidió que buscara a un compositor para hacerse cargo de los fragmentos de la obra correspondientes al personaje del Comendador. El coreógrafo quería trompetería de ambiente bélico y para ello necesitaba alguien de reconocida solvencia en ese estilo. Pensé en un amigo pianista que durante muchos años había tenido una intensa relación con el mundo del baile y se lo propuse. Mi amigo nos citó en un conservatorio de Madrid y antes de empezar a contarle lo que Antonio quería salió hablando de los dineros que debía cobrar, derechos, exclusividad y otras lindezas de ese jaez. Obviamente no sabía con quién se estaba batiendo el cobre. Gades para esas cosas era el tipo más estricto que he conocido y como era de esperar no se lo tomó nada bien. En todos los meses que estuve trabajando en la música jamás se habló de dinero, ni falta que hacía. Yo era plenamente consciente de que al lado de un gigante como Gades el vil metal vendría por añadidura, no hacía falta sacar ese tema. Aquel fue el gran error de mi recomendado. En cuanto Antonio escuchó la soflama de condiciones económicas me miró y dijo: ¡Nos vamos! Y mi amigo se quedó con “to la cara de un carajo”, que decimos en Cádiz. Encogí los hombros y salimos del aula. Yo me hice cargo de esa parte también, seleccionando trompetería barroca y unos fragmentos de los Cuadros de una exposición de Moussorgsky orquestados por Ravel, que por cierto quedaron de lujo. Desde entonces no he vuelto a tener contacto con mi hasta entonces amigo, supongo que creyó que yo tenía la culpa de su falta de tacto. Gades era excesivamente escrupuloso para esas cosas y el otro le había tocado la fibra equivocada. Y todo por la pasta. Las cozas.