El Festival Flamenco de Nîmes ha dedicado este año una programación a Andrés Marín como reconocimiento a su trayectoria. Varios espectáculos y un coloquio quieren poner de relieve la importancia de un creador frecuentemente incomprendido, cuya carrera no habría sido la misma si Francia no le hubiera abierto los brazos. Este fin de semana subía a las tablas del Teatro Odeón de la localidad francesa para ofrecer Recto y solo, un homenaje a Vicente Escudero que es, también, una relectura del pensamiento del vallisoletano y un ejercicio de introspección para Marín.
El sevillano, con la cabeza cubierta por una tela bajo el sombrero como un amante de Magritte, parte del patio de butacas, donde arroja al suelo un ruidoso montón de monedas antes de subir a escena. El baile está a un nivel muy exigente desde el minuto uno, cuando emula el zapateado de Escudero con esos largos y precisos fraseos. La iluminación va a ser, como tónica general, más bien crepuscular, cruda, mientras que en un extremo del escenario la guitarra de Pedro Barragán va escanciando notas sutiles, algunas bellísimas.
Quienes están familiarizados con la estética de Marín saben, sin embargo, que la búsqueda de la belleza por la belleza no está entre sus prioridades. Es un artista radical, y como tal enfrenta al espectador a estímulos que no son complacientes, pero siempre activan el sistema nervioso y dejan un poso de largo efecto. Lo tomas o lo dejas, pero no puedes quedarte en la puerta. Su discurso nunca es unívoco, y su disposición para asumir riesgos es total, en consonancia con aquel Escudero que aseveraba: “El que baila sabiendo de antemano lo que va a hacer está más muerto que vivo”.
«Su discurso nunca es unívoco, y su disposición para asumir riesgos es total, en consonancia con aquel Escudero que aseveraba: ‘El que baila sabiendo de antemano lo que va a hacer está más muerto que vivo’»
Pálido y con los labios pintados de negro, como un cómico de cine mudo, Marín hace una pausa en su baile para cantar. No es la primera vez que lo hace, es conocida su afición a esta disciplina. Pero en esta ocasión, aparte de demorarse más de lo habitual, lo hizo con un gusto y una sensibilidad añejos, sin más amplificación que el micro de ambiente, que hubieran dado ganas de que encadenara un repertorio completo.
Hubo que conformarse, sin embargo, con unos fandangos de Lucena y un cante por jabera, evocación de los tiempos de Escudero (que también se cantiñeaba, por cierto), antes de uno de los momentos más desenfadados del espectáculo: si en otros montajes Marín ha sacado otros artilugios, esta vez se disponía a domar un robot aspirador inteligente, de esos que deambulan a su aire por las casas.
Con todos estos elementos, además de unas proyecciones alusivas al homenajeado, se fue conformando la poética de Recto y solo, al tiempo que quedaba de manifiesto que no se trataba solo de evocar al creador de la seguiriya bailada y del célebre decálogo, sino a toda una estirpe de maestros que radican en él, de Gades a Mario Maya, y en cuya genealogía quiere Marín, a su manera, adscribirse. La escuetísima escenografía, una silla blanca en el centro, es el símbolo de ese magisterio, y a él acude una y otra vez el sevillano, incluso asiéndola con los dientes y girando con ella. La escena final, con el bailaor gateando bajo un chorro de niebla, es estremecedora.
Con el Romance al molino llegamos al fin de ese viaje por la memoria y la figura de un artista que también tuvo como revulsivo a Francia, donde se empapó de la vanguardia de los Breton, Paul Éluard, Buñuel y Man Ray, y conformó una manera de entender el flamenco que prefería “bailar como una persona inconsciente que como una persona inteligente”. Andrés Marín se inspira en todo ello para dar forma a uno de sus mejores trabajos, y de paso demuestra que, si algún día le da el siroco de colgar las botas, igual tiene por delante una carrera como cantaor.
Ficha artística
Recto y solo, de Andrés Marín
Festival Flamenco de Nîmes
Teatro Odeon de Nîmes
11 de enero de 2025.
Andrés Marín, baile
Pedro Barragán, guitarra