Decir Antonio Burgos es decir Escuela Sevillana de la literatura. Más flamenca que cualquiera. Hunde sus raíces en un tal Gustavo Adolfo Bécquer —cuyos poemas canta Joselito de Lebrija con rumor gitano en cada verso—; Joaquín Romero Murube —que aunque algunos digan que no sabía de flamenco, lean lo de La saeta sideral del Gloria, o lo que cuenta de una fiesta flamenca con El Torre de por medio—; Fernando Villalón —que ahí está Camarón con las Islas del Guadalquivir o Calixto Sánchez y los Siete niños de Écija—; o Rafael Montesinos, sin ir más lejos, que escribió estas flamenquísimas soleares en la Fábula del limonero: «Y yo me puse a pensar / que era mejor la corteza. / Tiré las migas del pan».
El futuro de esta escuela sevillana está a buen recaudo en plumas como la de Paco Robles, por ejemplo, que naquera de flamenco más de lo que cuenta.
La obra de Antonio Burgos tiene un telón de fondo claro y reconocible: Andalucía. Andalucía, ¿tercer mundo? fue un libro fundamental, publicado en 1971, para que nuestra tierra tomara conciencia de existencia: es decir, que el andaluz supiera que es andaluz sin tener que decirlo en voz baja. En esta obra —donde se refiere al flamenco como “el gran mito”— le dedica las siguientes afirmaciones. Afirmaciones, que todo hay que decirlo, irá matizando a lo largo de su trayectoria. Aquí leemos a un Antonio Burgos, leñero y transgresor, de veinte y ocho años que dice cosas tales como estas:
Hay un folklore andaluz, unas tradiciones del pueblo, qué duda cabe. Pero me temo que si hilamos fino veremos que el verdadero folklore andaluz, las autóctonas tradiciones del pueblo, no es el gitano, ni mucho menos el flamenco. (…) Veamos una fiesta cualquiera, la Feria de Sevilla (…) Como en la de cualquier pueblo andaluz, lo que canta la gente no es flamenco, no son siguiriyas ni soleares. (…) Lo que cantan son sevillanas, derivación andaluza de las seguidillas castellanas y manchengas (el tronco setecentista del folklore musical español).
(…)
Y de Sevilla, vayamos a un pueblo cualquiera de Huelva, y cojámoslo en día de romería, por San Benito en el Cerro del Andévalo, cuando las cruces de mayo en Almonaster la Real. Las que se cantan no son formas flamencas ni gitanas, sino adaptación andaluza de cantes castellanos.
(…)
Más aún: escuchad lo que hoy canta un andaluz que va al trabajo, una mujer mientras hace las faenas de la casa. (…) Canciones puramente ajenas al flamenco.
(…)
Y siendo así las cosas, lo flamenco, lo gitano, ha pasado como anuladora forma folklórica, como una apisonadora de tradiciones populares, a representar a todo lo andaluz olvidando otras manifestaciones más antiguas y, desde luego, más espontáneas y colectivas. Hoy en día, los que se autotitulan flamencólogos miran por encima del hombro a las antiguas sevillanas corraleras, a los verdiales no aflamencados, a los fandangos de las sierras de Huelva y Granada.
(…)
Todo esto demuestra que el cante es algo muy minoritario, a pesar de su actual inflación de intelectualizada popularidad; si no, sería incomprensible esta figura del flamencólogo con el cantaor al lado que le va diciendo esencias y duendes, misterios y arcanos en la oreja. Si el cante fuera o hubiera sido dominio de todos, egido del común cultural de Andalucía, estas andaderas sobraban.
En 2020 es nombrado hijo predilecto de Andalucía y antológico es su discurso El orgullo de ser andaluz, del que traemos un breve extracto, con olores flamencos:
“Don Juan Tenorio, y Carmen, Fígaro, ópera, maestro, Ópera flamenca, Lola de España y Jerez, y Rosario y Antonio, que no es Don Antonio, que es el de Mairena, y que no es el Maestro de Maestros, que es de Marchena, y el otro Don Antonio, Machado, y el otro Machado, Manolo, y la saeta tras el Cristo de los Gitanos, que no es un Cristo, sino un Nazareno…”. ♦
→ Ver aquí la primera entrega de esta serie de Eduardo J. Pastor sobre Antonio Burgos y el flamenco.