Muy pronto –el próximo 20 de diciembre– se cumplirá un año desde que Antonio Burgos se nos fue a los cielos que perdió Romero Murube y a los que él encontró desde su columna diaria y desde su sentir andaluz y andalucista.
Vengo a estas páginas a hacer una niñatá, que decía el maestro. A hablar de Antonio Burgos y del mundo del flamenco. Que ya sabemos que no fue nunca su cante grande, que lo suyo iba por el Postigo del Aceite, por Vicente el del Canasto, por las cosas que Sevilla iba perdiendo a manojitos: a manojitos de jazmines en el ojal. A las sevillanas del Pali, Trovador de Sevilla al que él sacó de pila. Y a Antoñito Procesiones, y “es que estaba fritito…”.
Antonio Burgos Belinchón nació en 1943 –el año que nació Enrique Morente; el año en el que Manolo Caracol, El Sevillano, Juanito Valderrama y Pepe Pinto pasearon por toda España el espectáculo Cuatro faraones– en el muy sevillano y marinero barrio del Arenal de la ciudad de María Santísima, muy cerca de la calle Rodo, donde Curro Vélez montó el Tablao el Arenal, y de donde El Beni de Cádiz tenía su taberna, El Colmaíto de Cai, que tras la barra estaba el padre de Aurora Vargas sirviendo con arte copas de manzanilla y mosto del Aljarafe.
Su nacencia lo marcó por y para siempre. Tanto en su vida como en su obra. Por bandera llevaba la profesión de alfayate, sastre, de su padre y la de zapatera de su madre. A los dos los recuerda en sus famosos recuadros continuamente. Al padre, por ejemplo, en la mañana del Domingo de Pasión en la que tuvieron que echar deshoras en la sastrería, entre pespuntes y tizas, y escucharon a través de las ondas de Radio Sevilla el pregón de la Semana Santa de Sevilla. El único que ha habido según Burgos: el de Antonio Rodríguez Buzón. A su madre la recuerda en el artículo, antológico, Los zapatitos del niño:
«Y nadie se dio cuenta de que aquel día de agosto, en la procesión, el Niño de la Virgen paseó por Gradas haciendo más nueva su sonrisa, que era Niño con zapatos nuevos. Si se sabe la historia es porque el hijo de aquella zapatera es cronista en la ciudad y su corazón acertó a verlo».
«Sus recuadros son fundamentales para conocer la ciudad desde todos sus puntos de vista: desde la intelectualidad a lo popular, desde el toreo al flamenco, desde el centro a los polígonos, desde los balcones de la Giralda a las calles de la ciudad. Porque es rotundamente cierto eso de que hay una Sevilla de Antonio Burgos»
Antonio Burgos estudió la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de la calle San Fernando, por donde ya no pasaban cigarreras con los mantones bordaos, donde Carmen –que no era ni la de Mérimée ni la de Bizet– “era trianera”, que cantaba Antonio Mairena por bulerías. Posteriormente cursó estudios en la escuela de periodismo.
Como articulista escribió en ABC, en Diario 16 o en El Mundo, además de en ¡Hola! y otros medios de comunicación. Pero ABC de Sevilla fue siempre su casa y ahí terminó sus últimos años. Por las mañanas había que desayunar con el recuadro de Burgos, para luego comentar con amigos y compañeros:
–¿Has leído lo de hoy del maestro?
Y así empezaba el mediodía de conversación y cerveza. Sus recuadros son fundamentales para conocer la ciudad, desde todos sus puntos de vista: desde la intelectualidad a lo popular, desde el toreo al flamenco, desde el centro a los polígonos, desde los balcones de la Giralda a las calles de la ciudad. Porque es rotundamente cierto eso de que hay una Sevilla de Antonio Burgos. A lo largo de estos escritos iremos desojando, con el flamenco por delante, la margarita de esa ciudad soñada por el maestro.
Soñada… y cantada, que ahí quedó aquello de la saeta en “los balcones del cielo” cuando pronunció el Pregón de la Semana Santa de Sevilla en 2008:
«En esos balcones del cielo están los que nos marcaron el camino del sentimiento. Los artesanos y los artistas que hicieron grande la Semana Santa. Yo ahora, sevillano, hago que te fijes en ese balcón. Está Manuel Torre, que canta una saeta a la Esperanza desde el balcón de los Miura y La Encarnación se llena de pañuelos blancos. Y está Manolo Caracol, que le canta una promesa por seguiriyas al Gran Poder en la calle Conde de Barajas. Y está Juanito Valderrama, emigrante que le reza todas las cuentas de su rosario de coplas a Aquella Que Está en San Gil, entre velas enrizás. Y está Pepe Valencia cantándole a las Angustias. Y La Niña de la Alfalfa, recordando al banco azul el supremo azul mandato constitucional de la Estrella de la Mañana. Y está Vallejo, con El Niño Gloria, y con La Niña de los Peines, que tus peines, Vírgenes de Sevilla, mata de pelo de la Esperanza, sí que son de azúcar. Y Juanita Reina canta en ese balcón la Plegaria Macarena que le compuso el maestro Quiroga».