Dicen los abridores de ostras que la probabilidad de encontrar una perla es bastante pequeña. Y los mariscadores que chanelan de estos invertebrados comestibles aclaran que la perla puede tardar hasta diez años en generarse en su interior, con la advertencia de que no todas las producen.
En el flamenco, y más concretamente en el dominio gaditano, la joya preciosa más natural, por el alto valor en el mercado de los entendidos, es La Perla de Cádiz. Pero su ostra más particular fue mi gran amigo Curro la Gamba, al que hoy tengo presente porque el 12 de mayo celebramos el centenario de su nacimiento.
Nos conocíamos a través de un amigo común, Paco Vallecillo, y estrechamos la amistad por mor de Antonio Benítez Pérez en la III Bienal de Flamenco Sevilla, cuando el 24 de septiembre de 1984 Curro formó en el elenco Lo que es Cádiz con otro buen amigo, Alfonso de Gaspar, además de Manuel de Jesulito con su peculiar “bombero”, Pablito de Cádiz o Gineto, entre otros.
Curro era cantaor y bailaor festero. Se llamaba Francisco Torres Tejada (Cádiz, 1925-2002). El padre, bailaor de espacios reducidos, y su hermano, Juan Mojiganga, cantaor y bailaor. Era, además, sobrino nieto de Antonia la Gamba, la mujer de Manuel Torre, y había nacido en la calle Servanda del barrio de Santa María, próxima a la calle La Botica, donde vio la luz Antonia Gilibert Vargas, la más preciada Perla del joyero gaditano.
Contrajeron matrimonio el 31 de julio de 1948 en la Iglesia de la Merced, y, aunque la época no propiciaba que la mujer gitana ocupara el hecho escénico, la historia hubo de esperar a que la hija de Rosario la Papera dedicara todo su tiempo al cuidado y atención de sus hijos, Curro y Pepe –al primero le dedicaría la madre la bulería Duérmete, Curro mío–, para revelarse el año 1957 en Sevilla.
Ahí arrancó la profesionalidad de La Perla de Cádiz y la subsiguiente acumulación de contratos en tablaos y festivales. Y junto a ella, Curro la Gamba, que tuvo que dejar su trabajo de Astilleros de Cádiz para escoltar al tesoro de su voz. Fijaron residencia en Madrid y fue sembrando la gloria por todos los confines flamencos hasta aquel fatídico 14 de septiembre de 1975, en que el mundo de la cultura flamenca quedó conmovido por la muerte de su Antonia, “la mujer más santa que ha dao España”, como así la definió.
«En el centenario de su nacimiento, renovamos nuestro compromiso con Curro la Gamba, el bailaor y cantaor que, a modo de ostra, dejó las capas de su amor al flamenco para entregar su vida al cuidado de la Perla más valiosa del Atlántico»
La última vez que cantó La Perla fue el 7 de mayo de 1975 en el bautizo de Rosa María, la hija del amigo Félix Rodríguez, siendo los padrinos Chano Lobato y mi comadre Fernanda de Utrera. Empero, Curro no pudo sanar las heridas del adiós. La tristeza se le subió al rostro y las cicatrices, símbolos del amor eterno, no fueron su derrota final, pero sí el testimonio de su vida.
Pasaron los años y la afonía mal curada se apoderaba de su garganta, pese a que en los años ochenta lo presentamos tanto en los cuadros festeros de los festivales de verano como incorporado al grupo de Mariana Cornejo. Hasta figuró en la V Bienal de Sevilla de 1988. Pero el veredicto lo había pronunciado el fallecimiento de Antonia.
Antonio Benítez Pérez luchó lo inenarrable desde la extinguida ITEAF (Institución para la Tercera Edad de los Artistas Flamencos) para que Curro, Pablito de Cádiz y Almendrita tuvieran una ayuda digna, ya que no contaban con pensión alguna, sólo los mínimos ingresos de las actuaciones secundarias en peñas y festivales de verano. Pero la enfermedad de su espíritu, asociada al duelo interminable, lo condujo a la desolación, por más que siempre contara con la ayuda de los amigos e incluso de las peñas flamencas Enrique el Mellizo y La Perla de Cádiz, que le mostraron un formidable afecto.
Anotemos, por ejemplo, aquel 2 de junio de 1999, cuando ya el estado de salud empezaba a flaquear y la economía seguía reculando. Curro recibió, a instancias de todas las peñas locales y bajo la producción de Antonio Benítez, un homenaje en el Gran Teatro Falla, de Cádiz, con un lleno apoteósico.
No era Curro, en otro orden de cosas, muy dado al género epistolar, aunque a través de las cartas que me remitía, tan lacónicas como francas pero que sólo las firmaba, y en las conversaciones privadas, sobre todo, desvelaba la soledad de un corazón esencialmente noble y con una bondad tan potente como la lealtad al ser querido.
Especular lo que hubiese sido Curro sería caer en la suposición. En lo que no podemos conjeturar es en la singularidad de sus bulerías con tendencia a Jerez y Cádiz, o el espíritu tan gaditano que mantenía en la soleá y el fandango por soleá, pero el costo personal de su altruismo o la sinceridad con los amigos no las podemos soslayar, de ahí que cuando aquel febrero de 2002 supimos de su adiós a los 76 años de edad, costó tomarnos el tiempo para aceptar su pérdida.
No resultó fácil desconectarnos de la realidad, y menos aún perder el recuerdo de quien reunía valores y principios que creemos de valor eterno. Es la razón para que, en el centenario de su nacimiento, renovemos nuestro compromiso con Curro la Gamba, el bailaor y cantaor que, a modo de ostra, dejó las capas de su amor al flamenco para entregar su vida al cuidado de la Perla más valiosa del Atlántico.