Hay momentos en la vida que son irrepetibles, hay lugares que son irremplazables, hay personas que marcan para siempre nuestra vida, haciéndose imprescindibles, formando eternamente ya parte de nuestra personalidad. Todos podemos recordar momentos similares al que voy a comentar en este artículo, todos tenemos recuerdos que jamás se irán de nuestra mente. Hubo un momento en mi vida que quedó para siempre grabado a fuego: me refiero al día en que cayó el telón del Teatro Carlo Felice, la Ópera de Génova, una vez concluido el estreno mundial del Ballet Fuenteovejuna, después de diez meses de intenso y apasionante trabajo.
Conocí a Antonio Gades en su casa madrileña, dos horas después de haber recibido la llamada providencial de mi “hermano” Mauricio Sotelo. Con su voz grave y siempre fraternal me dijo: Fausto (así me llama, de toda la vida), estoy en casa de Antonio Gades, vente para acá enseguida. En aquel momento estaba redactando uno de los cincuenta libro-discos que salieron al mercado con el título La gran música paso a paso, que editaba el Club Internacional del Libro, del que por cierto se hicieron traducciones a nueve idiomas sin mi permiso y se vendieron más de diez millones de ejemplares en todo el mundo, sin haber percibido yo regalías de ninguna clase. Menudo cobazo me dieron. Dudé un momento si ir o no por la premura de la editorial para entregar los libros, era domingo y los lunes eran día de envío. Gracias al cielo que pensé: ¡joder!, ¿Antonio Gades? El genio alicantino criado en Madrid era uno de mis ídolos, aunque no lo conocía en persona ni lo había visto nunca bailar en vivo, nada más que lo conocía por las películas de Saura, Bodas de sangre, Amor brujo y sobre todo Carmen, que en mis años vieneses me había impresionado tanto. Cogí el vespino que tenía en la puerta de mi casa, entonces vivía en el 74 de la calle San Bernardo, y me dirigí a toda mecha a la Plaza de Castilla, donde vivía Antonio. Necesitaba un conocedor del folclore para la que iba a ser su última obra, y Sotelo pensó que yo era el ideal. El flechazo fue instantáneo.
Gades comentaba sus planes para con la música de Fuenteovejuna y hacía continuas referencias a sus obras anteriores, y yo, intentando ganármelo, le decía: sí, como haces en este momento de Bodas de sangre, sí, como ese momento que hay en Carmen. Yo quería impresionarlo para que se diera cuenta de que conocía su obra al dedillo, en verdad me sabía los detalles más escondidos respecto de la música. Antonio me contrató aquel mismo día y enseguida comenzamos a trabajar.
Mi trabajo era buscar músicas para ser bailadas y cantadas en el ballet sobre un guion que previamente había diseñado el escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald. Nos reunimos desde aquel mes de marzo de 1994 todos los días, sábados y domingos incluidos, sesiones de diez horas, intercambio de opiniones sobre los detalles de cada escena. Yo estaba emocionado, viviendo cómo aquel genio compartía conmigo su labor creativa y, sin cortarme un pelo, le iba sugiriendo tiempos musicales, melodías, géneros musicales.
Después de un mes le dije que para hacer bien mi trabajo necesitaba irme una semana a Urueña, donde el gran Joaquín Díaz tenía una biblioteca de folklore, la más completa que yo supiera. Reservé una pensión en la pequeña población vallisoletana, la que por cierto tiene más librerías por habitante del mundo, y me instalé en la biblioteca de Joaquín Díaz, quien me recibió con los brazos abiertos, con una pequeña grabadora de cassette y con los cancioneros que el maestro guarda en su colección. Iba buscando músicas para las diferentes escenas, para el lavadero, pues ahí encontré la canción idónea para la escena que finalmente se convertiría en uno de los puntos álgidos del ballet. Que hacía falta una jota, pues allí había mil jotas. Y así, al cabo de esa semana regresé a Madrid con gran cantidad de música grabada en aquel cassette canturreada sobre las partituras y con una libreta llena de apuntes. Ahora ya estaba preparado para darle a Antonio lo que iba necesitando, tenía el guión en mis manos y podía saber qué es lo que necesitaba.
«Cuando cayó por última vez el telón, después de diez meses de trabajo intenso y sin haberme dicho en ese tiempo ni pío, ni una simple palmadita de ánimo, antes de irnos cada cual a su camerino, Antonio Gades se me acercó, y me dijo: ¡lo conseguimos! Misión cumplida. Era todo un guerrillero»
Llegado el verano Antonio dio por finalizado el guión en casa del doctor Barros en Udra, una aldea cerca del Grove, en mi tierra gallega, donde nos fuimos Antonio, Pepe Caballero y yo. Aquellos días fueron también inolvidables. Yo, un humilde musicólogo de Vigo, con aquellos dos gigantes.
Antonio empezó a llamar a su equipo de gente, cantaores y bailaores con los que iba a contar y se hicieron las audiciones para el cuerpo de baile. Una vez que estaba formada la compañía llamó a Juanjo Linares, que era el más prestigioso experto en bailes tradicionales, y fue quien sugirió algunos números para Fuenteovejuna, como el bolero de Algodre, la serrana del caldero, la rondeña de Orellana, que se incluyeron en el ballet y los fui adaptando a las necesidades coreográficas de Antonio.
En todos aquellos meses, Antonio en ningún momento me dijo ‘bien, Faustino’ o ‘qué bonito, gracias’. Nada, más seco que la mojama. Gades era un trabajador de la cultura, como le gustaba que le dijeran, y yo, pues era otro, y los dos íbamos paso a paso haciendo la música. Un día me trajo incluso un violonchelo y me dijo: toca, cabrón. Yo le había dicho que era violonchelista, pero que era muy malo, que es cierto, pero él consiguió un chelo y me lo puso en la mano, y y ese mismo día mientras yo tocaba en el estudio y Jacko, que era el técnico de sonido, se sentó en un teclado y allí mismo hicimos tres escenas. Todo mal tocado por mí, por cierto, hasta el punto de que cuando grabamos la obra en el estudio, ya que gran parte de la música del ballet suena grabada, llamé a un violonchelista para que grabara correctamente aquellas tres piezas y, para mi sorpresa, cuando se las enseñé Antonio me dijo: no, no, no, yo quiero las que tocabas tú, no las quiero bien tocadas, las quiero así como estaban, que son las que hoy suenan en Fuenteovejuna.
Nos metimos en el estudio de grabación que estaba a la espalda del estudio de danza de Antonio, al lado del Hospital Gregorio Marañón, y allí estuvimos grabando durante un mes. Todos los bailarines y todos los flamencos nos encerramos durante un mes a grabar para finalmente montar la cinta que después se iba a escuchar en los teatros. En aquella época aún no existía el protools y claro, todos los engarces de cada una de las piezas se hacían cortando la cinta y empalmándolas con papel celo. Dos días antes del estreno nos fuimos a Génova. Yo salí del estudio de grabación la madrugada del día del viaje acabando la cinta una hora antes, lo que supuso que la obra no se había realmente ensayado entera.
Llegamos al precioso teatro genovés, se hicieron las luces, sesión de ocho horas, y por fin se pudo hacer entera. El éxito fue tremendo. Como siempre media hora de saludos, coreografiados. Cuando cayó por última vez el telón, después de diez meses de trabajo intenso y sin haberme dicho en ese tiempo ni pío, ni una simple palmadita de ánimo, antes de irnos cada cual a su camerino, Antonio se me acercó, y me dijo: ¡Lo conseguimos! Misión cumplida. Era todo un guerrillero. Las cozas.