¡Los hay con suerte! ¿Será el destino? Ya se sabe, Dios aprieta pero no ahoga. Así pues, quiso el cielo que nada más volver a Madrid, después de casi diez años de bohemia en Viena, conocí al gran Enrique Morente. Seguramente fue en octubre de 1989 (acabé la universidad en septiembre de ese año) y lo encontré en la Plaza de Santa Ana, en el mítico restaurante Viña P. Tomando una cerveza con mi amigo el pianista mallorquín Andreu Riera, reconocí en el otro extremo de la barra al genial cantaor granadino que estaba con un amigo picando algo. Recuerdo el escalofrío que me recorrió el cuerpo. Yo admiraba a Enrique desde que me hice en una gasolinera con el casette de Cantes antiguos del flamenco con la guitarra de Niño Ricardo, una joya que guardo con mimo. En Viena sonaba continuamente aquella cinta, en mi casa, en el walkman o en el piso de mi hermano Mauricio Sotelo en la Hollandstrasse (quien por Reyes me mandó la foto que encabeza este artículo) y juntos llorábamos de emoción escuchando la malagueña grande de Chacón –Que te quise con locura– que contiene ese discazo de 1969.
No lo dudé un momento, me acerqué y le dije: buenas tardes, ¿usted es Enrique Morente? Y me contestó: Sí, ¿y tú quién eres? Faustino Núñez, musicólogo. Tenía reciente el título vienés y estaba henchido como una gaita de orgullo, y solía alardear donde se terciara de haber logrado en la capital austriaca acabar con honores la carrera de Musikwissenschaft (musicología), en alemán. Como para no presumir, para un gallego de Vigo con 28 años cumplidos era un reto el haber superado aquella carrera. El acompañante de Enrique resultó ser un cura, el Padre Riso, un sacerdote muy flamenco amigo del cantaor. Llamé a Andreu y los cuatro estuvimos de charla una hora hasta que Enrique me dijo: “Nosotros vamos al tablado Zambra en la calle Velázquez que trabajan allí mis cuñados”, y allá que nos fuimos los cuatro en un taxi. Yo estaba encantado, llevaba unas semanas en Madrid preguntándome qué iba a ser de mí. Tenía ahorrado un poco de dinero de las clases en la academia de Gertraud en Baden, donde todas las semanas me ganaba mil chelines acompañando unas clases de sevillanas, en vez de pagarme semanalmente me ingresaba en una cuenta durante el curso el dinero y cuando acabé la carrera tenía un capital ahorrado (es lo que tiene ser gallego), que me ayudó en mi aterrizaje en España, hasta que me fui un año entero a Cuba (1990/91, periodo especial primera fase, ya contaré las “cozas” de aquel año).
Aquella noche inolvidable conocí a Antonio y Pepe Carbonell, hermanos de Aurora La Pelota, esposa del maestro. Confieso que era mi primera vez en un tablao, y me gustó la experiencia. De allí nos fuimos, cómo no, al Candela de Miguel, que tampoco conocía. Nos dieron las claras del día escuchando los pájaros que Miguel ponía en la megafonía mientras exclamaba: ¡Ha sido muy bonito! ¡Nada es eterno! ¡Háganse a la idea! Nos despedimos e intercambiamos teléfonos. ¡Qué noche la de aquel día! No era consciente aún de lo importante de aquel encuentro. Marcaría para siempre mi vida con el flamenco.
«Marchena me sonaba muy carca para mi vehemente percepción noventera. Enrique insistía: “Escucha, escucha con atención, intenta apreciar la riqueza musical de esta forma de cantar, tú que eres musicólogo y estás acostumbrado a escuchar a Verdi y a Beethoven tienes que poder valorar lo que hay más allá de estos supuestos gorgoritos”»
Al llegar al piso de mi familia en San Bernardo esquina a Divino Pastor, donde volví tras la década vienesa mientras buscaba un trabajo para poder independizarme, lo primero que hice fue apuntar en mi agenda el teléfono de Morente. Al día siguiente quise llamarle pero no me atreví. Él se había ofrecido a enseñarme su colección de discos y “aleccionarme” en la música de algunos artistas de los que yo había dado pruebas aquella noche de no conocer ni de lejos. Pero me pareció que no debía abusar de la confianza del generoso maestro. Salí a las ocho a tomar algo y cuando volví mi madre me dijo: “Te ha llamado un tal Enrique”. ¡Cómo! Era ya tarde para devolver la llamada pero al día siguiente, antes de almorzar, le llamé.
¡Vente para acá! Vivo en el Rastro, abajo del todo, en la calle del Casino. Y allá que me fui. Enrique vivía junto a su mujer y los tres hijos (la talentosa Estrellita, la preciosa Soleá y el traste ojito derecho de su padre, Kiki) en un pequeño piso de Madrid que tenía al entrar en el saloncito un piano de pared, donde puse, según me contaba Enrique mucho después, las manitas de Estrella sobre las teclas para acompañarse canciones de moda.
Cuando iba a casa del maestro estaba normalmente él solo. Nos sentábamos en unas butacas del salón y con el casette a su vera me ponía las cintas de Pepe Marchena. A mí aquel cante no me entraba. Piensen que yo había llegado al flamenco escuchando a Camarón y las canciones de Lole y Manuel, amén de las rumbas de Chichos y Peret, algo de Morente y poco más. Marchena me sonaba casposo (es lo que tiene ser un puritico hijo del baby boom, nacido en 1961). Aquella voz laína y con una melodía para mi gusto demasiado ornamentada no me llegaba. Eso sí, sí supe apreciar esa velocidad sorprendente y una afinación fuera de lo común. Yo había escuchado, por supuesto, a Juanito Valderrama, a Antonio Molina, y Marchena me sonaba muy carca para mi vehemente percepción noventera. Enrique insistía: “Escucha, escucha con atención, intenta apreciar la riqueza musical de esta forma de cantar, tú que eres musicólogo y estás acostumbrado a escuchar a Verdi y a Beethoven tienes que poder valorar lo que hay más allá de estos supuestos gorgoritos”. “Que sí, Enrique, pero no me dice nada”. Él hacía oídos sordos consciente dónde radicaba mi problema, era sicológico, sabía que había un muro entre mis oídos y mi corazón y él intentaba derribarlo contra viento y marea. Y lo logró. Hoy soy acérrimo seguidor de “El Niño”.
Me quedó pendiente agradecer a Morente la paciencia que tuvo conmigo en aquellas sesiones madrileñas de los primeros noventa, ya no puedo decirle lo mucho que aprendí a su vera. Mucho de lo que sé de flamenco, mejor dicho, de saber apreciar el cante, se lo debo a nuestro recordado Enrique, que por cierto, tenía las cintas de Marchena gastadas de tanto escucharlas. Las cozas.