Hace años que dejé de hacer críticas de festivales de verano, a los que ya voy poco porque le temo a la carretera de noche y, además, lo cierto es que creo que hay ya poco que ver o escuchar en general. Será que me he hecho viejo o que tuve la suerte de vivir la época de oro del flamenco de mi tiempo, los setenta y ochenta del pasado siglo. Esos veinte años marcaron mi vida de aficionado y crítico. Por otra parte, es sabido que no suelo escribir sobre los festivales que presento, sobre todo cuando me pagan por hacer esa labor, porque si cobras y formas parte del espectáculo, y escribes sobre ese festival, es muy poco ético. Diría que es algo muy cercano a la golfería, y confieso que alguna vez lo hice porque pensaba que no era justo no hacerlo, sobre todo si no habían ido otros críticos y, por tanto, no quedaría constancia escrita del festival. Pero un día decidí no hacerlo jamás y lo he llevado a rajatabla. Rompo hoy la promesa para contar lo que pasó ayer en la XX Noche Flamenca en el Cerro de San Juan de Coria del Río con un artista de este pueblo, David Coria, que recibió el Camarón de Oro y bailó como hacía años que no veía bailar a nadie. No es por tanto la crónica del festival ni una crítica sobre la actuación de los artistas. Lo hago por no robarle a David su noche, la de su homenaje, en la que se emocionó recordando a su madre, recientemente fallecida. El gran bailaor y coreógrafo podría haber venido a Coria a cumplir o a rellenar el expediente, pero vino a darlo todo y nos trajo un cuadro de acompañamiento de primera calidad con David Lagos y Miguel Ortega en el cante y Jesús Torres en la guitarra. Entre el numeroso público había familiares y amigos predispuestos a romperse la camisa. Era un momento duro por la emoción y por estar en su amado pueblo, y supo resolver la situación de una manera admirable, para sacarlo a hombros y llevarlo por las calles en las que creció, como un torero. No voy a decir cómo bailó, ni lo que bailó, porque no es una crítica, como ya he dicho. Solo quiero que quede constancia de su humildad, siendo grande. De cómo se entregó al baile en su pueblo y destacar su generosidad. No fue a por el dinero, que sería legítimo porque vive del arte. Fue a agradecer el gesto del Ayuntamiento y la Peña Flamenca Paco Mazaco y dio una lección de baile. Sí, una lección, porque hizo algo más que bailar: nos mostró que el baile puede ser una manera de explicar la grandeza de un arte, el flamenco, que está hecho de emociones. ¿Saben una cosa? Anoche llegué a casa y no podía dormir, estaba excitado, que me subía por las paredes, y no era por la cafeína que ingerí para estar despierto. Es que David me metió el baile en los huesos de una manera elegante y con alma, la combinación perfecta. Bailó cada nota de la guitarra de Jesús y cada tercio del cante de Lagos y Ortega como si no fuera a bailar más y quisiera dejar un legado dancístico para la historia. No sé si era el aroma del río, las picaduras de los mosquitos de la marisma, los del arroz, o que iba algo sensible. Pero un bailaor me emocionó tanto que hasta le pedí el palo con el que marcó el compás. Solo hago eso con los artistas que me emocionan.