Cuando en los primeros años noventa dirigí el sello discográfico alemán Deutsche Grammophon España hice una campaña que surgió a partir de un comentario del entonces alcalde de Madrid, y gran consumidor de música clásica, Alberto Ruiz Gallardón, quien, tras haber editado dos discos con la Sonata en Sí de Franz Liszt, en sendas grabaciones de Ivo Pogorelich y Christian Zimmermann, manifestó su extrañeza por hacernos competencia a nosotros mismos con dos registros de la misma obra. Y recuerdo que le solté, sin pensarlo: “Para gustos hay versiones”. Y con ese lema improvisado hice, como digo, una pequeña campaña de publicidad con diferentes versiones del catálogo de DG.
Si bien para la música clásica las versiones son la sal del repertorio, en el flamenco forman parte de su esencia. Qué aburrido sería nuestro arte más universal sin las diferentes maneras con las que los cantes son recreados incluso por un mismo intérprete. Qué sería del flamenco si Pastora y Tomás, aún siendo hermanos, no interpretasen un cante de la Serneta de forma tan diferente uno con respecto al otro. Esa es la grandeza del flamenco, las notables diferencias que hay entre las distintas versiones de las variantes de un determinado estilo. Variaciones que en ocasiones nos hacen dudar acerca de si una variante es una o se trata de alguna otra.
Así ocurre igualmente con la guitarra. En el caso de grandes maestros como Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar o Vicente Amigo lo que más me atrajo desde siempre al asistir a sus conciertos era cómo iban a acometer las diferentes piezas de su repertorio, hasta qué punto iban a variar la factura original de sus obras con licencias que ellos mismos se permiten. No hay que olvidar que el acto creativo no acaba nunca. Un compositor jamás da por concluida una obra. Si le dejas, siempre hay algo que mejorar. Y en el flamenco desde que te metes en el estudio y registras un toque determinado y queda fijado en el disco solo puedes mejorarlo en las diferentes variaciones que vas realizando en las interpretaciones que haces de este toque en los conciertos. Por eso me gustan tanto los discos en vivo.
«No concibo el flamenco si no existiesen distintas versiones de una misma música. Cada quien tiene sus preferencias, a uno le gusta Marchena, a otro Mairena, a este Fernanda, al otro La Paquera, a mí todos ellos. Para gustos los colores, y en esa riqueza y variedad está la gracia, precisamente porque para gustos hay versiones»
Cuando escribo esto voy escuchando en un avión el disco de Paco con las grabaciones del Festival de Montreaux donde el genio algecireño recrea un puñado de clásicos de su repertorio con tantas variaciones respecto del original que acaba uno metiéndose en el alma del concertista observando su excepcional inteligencia creadora. Las variaciones son tan notables que cuando escuché por primera vez el disco Luzia tanto las alegrías Calle Munición como la rondeña Camarón me parecieron versiones avanzadas de las alegrías y rondeña del disco Siroco, La Barrosa y Mi niño Curro. Parecía que, de tanto tocarlas en vivo, habían surgido nuevas obras y las había grabado con nuevos títulos.
Sin embargo, hay obras que precisan de disciplina recreativa, valga la expresión. Por ejemplo, mi maestro Antonio Gades no cambiaba un paso de una obra una vez que se había estrenado. Y los pasos debían ser recreados exactamente como los había concebido. Algo normal habida cuenta que, si en Carmen participan al menos 25 personas entre baile, toque y cante, no sería muy inteligente andar cambiando los pasos. Más vale ceñirse a los movimientos de la coreografía si no quieres dar al traste con un escena. Otra cosa es un baile a solo dentro de un ballet, ahí puede haber más licencias. Hay una anécdota que me contó Emilio de Diego, quien fuera treinta años fiel escudero de Gades a la guitarra, que cuando un jovencísimo Paco de Lucía estuvo en la compañía de Antonio duró poco porque cada noche hacía cosas diferentes, añadía aquí, variaba allá, acortaba acullá, y eso para un bailaor significa ruina, que se tradujo en que después de una gira por Brasil no volvió a tocar para Gades.
Y a la sazón de este tema voy a contar algo que nunca he relatado. Después del estreno de Fuenteovejuna había dos números que se me hacían largos, pero Antonio no quería ni oír acerca de hacer cambios. Bastante trabajo le había costado parir ese monumental ballet como para andar cambiando cosas. Pero a la tercera función pensé que si en vez de sugerir yo el cambio lo hacía alguien de fuera a lo mejor Antonio accedía. En el estreno de Génova estuvo con nosotros un íntimo amigo de Gades, el compositor italiano Tony Renis, autor nada menos que del clásico Quando, quando, quando. Le dije: “Toni, a mí no me hace caso, por qué no le dices tú que acorte un poco el Bolero de Orellana y la Vestimenta del Comendador”. Y así lo hizo. Al día siguiente, me llamó Antonio al camerino y con su voz ronca me dice: “Vamos a acortar dos números del ballet que están largos”. Jajaja. Fue la única vez que cambió algo de sus obras, que llevan algunas cincuenta años sobre los escenarios tal y como las estrenó aquel genio de Elda criado en Vallecas.
Las licencias que se toman los intérpretes a la hora de recrear el repertorio, aunque en ocasiones suelen ser fiscalizadas por una legión de “seudocomisarios” guardianes de una supuesta pureza que solo existe en sus calenturientas y estrechas mentes, son la sal del arte jondo, y esto no solo ocurre en el flamenco. La música clásica, el jazz, el pop, todos los géneros de música están abiertos a versiones que enriquecen el repertorio, unas con mejor suerte que otras, cierto, pero gracias a que podemos cambiar de pista con un clic, asunto arreglado. No concibo el flamenco si no existiesen distintas versiones de una misma música. Cada quien tiene sus preferencias, a uno le gusta Marchena, a otro Mairena, a este Fernanda, al otro La Paquera, a mí todos ellos. Para gustos los colores, y en esa riqueza y variedad está la gracia, precisamente porque para gustos hay versiones.