El poeta siempre ha cantado a la saeta. Cantar al cante… casi ná. Como aquel Las Saetas, de Luis Montoto en la andalucista Revista Bética. Como José María Izquierdo, que “la saeta vibra en el aire y en el alma”. Como el madrileño Pedro Salinas, que la saeta cantada se convierte en flecha que atraviesa las heridas. Como Gerardo Diego, que “se oyó como una loca golondrina / la saeta que tiembla / y al fin se clava”. Como Adriano del Valle, que en su Stella Matutina remata con el pueblo como protagonista, con el decir el pueblo, que eso es la saeta a fin de cuentas: “Y abajo, en los aledaños del cielo que pasea sobre sus hombros sudorosos el costalero, el pueblo, casi inefablemente analfabeto, traduce así aquel gran piropo ornamental que los turíbulos sahúman con las volutas del incienso: ¡Mare mía e la Esperanza!”.
Desde Coria –en la ribera inmensa del río grande, que viene tenío con sangre de los Ortega–, le preguntamos a Juan Rodríguez Mateo qué es la saeta. Y casi ni contárnoslo puede en todos los versos de su libro Saetas.
Y le preguntamos a Antonio Murciano, que desde el sentimiento y desde el conocimiento del arte flamenco nos desgrana la historia de tantos balcones y tantos amaneceres. “Pastora la de los Peines / cantaba así a su Amargura… Tengo en mi mente grabada / una promesa cantada. / De niño la oí una vez. / San Jacinto y madrugada / “Niña de la Alfalfa fue…”.
Y le preguntamos a José María Pemán, que nos contesta con dodecasílabos de plata: “…¡Saetas populares de Semana Santa / sollozos de un pueblo de corazón llano, / de un pueblo que siente, de un pueblo que canta / las ansias que sufre su pecho cristiano”.
Y a Rafael Alberti le preguntamos: “Saetas de los balcones, / largas heridas, bajando / sin fin a las procesiones”
Y a Federico García Lorca le sonsacamos, como si fuera una coplilla:
Pero como el amor
los saeteros
están ciegos.
Sobre la noche verde,
las saetas,
dejan rastros de lirio
caliente.
La quilla de la luna
rompe nubes moradas
y las aljabas
se llenan de rocío.
¡Ay, pero como el amor
los seateros
están ciegos!
Y a Luis Cernuda que, antes de afirmarnos rotundamente que “Et in Arcadia ego”, nos compara la voz de la saeta con los instrumentos musicales de la Pasión…
Denso, suave el aire
orea tantas callejas,
plazuelas, cuya alma
es la flor del naranjo.
Resuenan cerca, lejos,
clarines masculinos
aquí, allí la flauta
y oboe femeninos.
Y es que la saeta, en los versos de los poetas, toma otras dimensiones. Una dimensión sideral que llega desde la voz del saetero al último que la escucha, traspasando siglos y siglos.