Hoy, 12 de abril de 2024, hace veinte años que nos dejó un señor del cante flamenco, don Juan Valderrama Blanca, del que fui amigo y un admirador incondicional. No lo digo por presumir, que no es eso, sino para que sepan que podría contar miles de cosas del genio de Torredelcampo, el bonito pueblo de la provincia de Jaén. Naturalmente, estuve dándole el último adiós en su pueblo en compañía de decenas de grandes artistas. Creo que estuvieron todos, porque con independencia de que Juan fuera un genio del cante, de la música, era sobre todo una gran persona y lo querían todos sus compañeros.
Aquel día vi muy apenada a Rocío Jurado, por ejemplo, quien me dijo: “Los grandes no se van nunca del todo”. Y llevaba razón la gran artista chipionera: los genios de la música, de la poesía, del teatro o el cine, los grandes, son inmortales. Juanito Valderrama fue el dueño de una de las mejores voces de la historia del cante flamenco. Alguien hizo un estudio sobre las voces flamencas de la historia y llegó a la conclusión de que la del universal torrecampeño fue la más perfecta de todas, por su calidad musical y una originalidad asombrosa.
«Nunca olvidaré a este hombre, que era fundamentalmente una buena persona, además de un genio del cante y la canción. Y siempre lo voy a recordar como un amigo al que le profesé admiración y respeto. Veinte años echándolo de menos son muchos años»
Técnicamente, Juan era un portento. Y como no tenía solo una buena voz, que es mucho, sino que reunió otras cualidades, la historia lo registra como uno de los cinco o seis genios que ha habido en el cante andaluz. No creo que nadie haya sabido nunca tanto de cante como este entrañable maestro. Era capaz de llevarse horas cantando todos los palos, desde los duros o básicos hasta los más livianos, porque, sencillamente, sabía cantar. El que sabe cantar puede acometer cualquier palo con sobrada solvencia. Juan fue lo que solemos llamar un cantaor largo o completo, enciclopédico.
Los puristas quisieron encasillarlo en los estilos “bonitos”, pero se ponía a cantar por seguiriyas o soleares y no acababa. Podía ir de los cantes de Triana a Cádiz o los Puertos sin cambiar de traste la guitarra, porque podía con todos los tonos y se iba detrás de los más difíciles hasta resolver el cante con una solvencia increíble. Solo un gran maestro podía hacer eso y Juan fue de los grandes de verdad. Luego podemos entrar en el proceloso terreno de los gustos y entiendo que a alguien no le acabe de entrar su voz, sus maneras o su cara. Los cantaores no son billetes verdes, que nos gustaban a todos.
Confieso que fue el cantaor al que más quise como persona, quizá porque fue al que más traté. Tuve la suerte de vivir con él grandes experiencias, de reírme con sus cosas y de llorar con sus historias tristes, que también las tenía. Me contó muchas cosas tan personales e íntimas que jamás voy a decir porque afectan a personas que aún viven. Nunca olvidaré a este hombre, que era fundamentalmente una buena persona, además de un genio del cante y la canción. Y siempre lo voy a recordar como un amigo al que le profesé admiración y respeto. Veinte años echándolo de menos son muchos años.