Solo me quedan los recuerdos de una década inolvidable. Que Dios tenga en su gloria al agnóstico por antonomasia. El día 20 de julio, a las cuatro de la tarde, se cumplen veinte años desde que el gran Antonio Esteve Rodenas, para el arte por mor de Pilar López, Antonio Gades, se apagó. Fui testigo. En una habitación del Gregorio Marañón de Madrid, a pocos metros de su estudio. Yo acababa de llegar de un viaje urgente que tuve que hacer a Granada. Entró un médico y preguntó quién era yo, y Tamara, una de las tres hijas que Antonio tuvo con Pepa Flores, le dijo: «Un amigo de mi padre». Antonio respiraba con mucha dificultad. «Cógele la mano y háblale», me dijo la más pequeña, Celia. «Te oye». Le cogí la mano derecha, aquella mano enorme, desproporcionada y preciosa, que cuando subía los brazos, aquel hombre de talla normal y algo encorvado se transformaba en un gigante. A los pocos minutos de llegar a la habitación dejó de respirar. Las dos hijas rompieron a llorar, yo me fui a los pies de la cama y le agarré con fuerza esperando poder retenerlo. Fue un momento muy triste y lo comparto consciente de que a él no le importa.
La última vez que lo vi consciente fue cuatro días antes en aquella misma habitación, le visité para comentarle que tenía que ir a Granada a un ensayo en el Generalife donde dirigía la música de un espectáculo por encargo de Pepa Gamboa pero que volvía en unos días. Se despidió de mí como siempre, a la cubana, levantando el brazo derecho con el puño en alto. Cuando regresé a Madrid me fui directo de Atocha al hospital. Tamara me dijo que llevaba unos días respirando mal y al apagarse me susurró llorando: «Parece que te estaba esperando para irse».
Seis meses antes, como hacíamos con cierta frecuencia, nos íbamos al bar que había en el lago de la Casa de Campo, allí hablábamos del futuro, consciente él de que estaba en las últimas. Pergeñando cómo estructurar el Quijote que nunca llegamos a hacer, y del miedo que tenía a que se pareciese a Fuenteovejuna.
Un día de marzo de 2004 me llamó excitado. «¿Estás en casa?». Por entonces yo vivía en San Bernardo con mi madre y a Antonio le gustaba quedar allí y probar si por suerte le caía un trozo de la exquisita empanada que ella hacía todas las semanas.
– Hoy es de bacalao con pasas.
– Voy.
Llegó con la cara iluminada, le invité a entrar, cerré la puerta de mi despacho, se sentó y me dice:
–Ya está, ya lo tengo.
– ¿Qué es lo que ya tienes?
– Vamos a hacer una fundación. Yo seré el presidente y tú mi segundo. Cuando yo no esté pasas a ser presidente.
Me dio un vuelco el corazón, de alegría y miedo ante la responsabilidad. ¿Cómo sería eso de presidir una fundación? A los quince días un patronato de cinco personas fuimos citados en una notaría. Después de leer Antonio todas y cada una de las páginas del acta, antes de firmar exclamó: «¿Dónde pone que manda el presidente?». El notario le explicó que en una fundación cada patrón tiene voz y voto, pero nadie manda más que nadie. Frunció el ceño y firmamos. Un año después de fallecido el maestro un patrono me confesó que en el hospital, muriéndose, les hizo jurar puño en alto: «¡Con Faustino, a muerte!». Jajaja. Muy de Antonio eso.
«Mientras estuve al mando de la Fundación Antonio Gades, hicimos el precioso libro de fotos y frases editado por SGAE, la exposición en el Foyer del Teatro de la Zarzuela durante el homenaje que le rendimos en 2005, reconstruimos la Compañía que hasta hoy continúa llevando las obras de Gades por todo el mundo»
En un almacén enfrente del estudio de la calle Vicente Caballero guardaba Gades baúles llenos de fotos, recortes de prensa, y los vestuarios de todas sus obras. Abrió uno y sacó la famosa chaquetilla que lleva puesta en la foto de Pepe Lamarca que encabeza este artículo y me soltó: «Aquí cabía yo». Jejeje. Realmente era una prenda minúscula. Allí estaban los baúles de Fuenteovejuna, las sillas y espejos de Carmen, el inmenso telón de Bodas de Sangre, las navajas de todas sus obras. Las fotos y los recortes de prensa se llevaron a la sede de la fundación, un piso que habíamos alquilado en la Carrera de San Jerónimo.
Aquello fue un sueño hecho realidad que por desgracia dos años después de morir Antonio tuve que abandonar. Solo diré que me no me fui, como leí en un periódico, porque me ofrecieran una cátedra en el Conservatorio de Córdoba. ¡A quién se le ocurre! Me ahorro decir de dónde salió tamaña mentira por respeto a la memoria del maestro. La verdad, quiso el cielo que unas semanas después de presentar mi dimisión me llamara mi amigo Javier Latorre y me preguntara si estaba interesado en una plaza que había quedado vacante en el Superior. Después del disgusto que tenía por haber traicionado la confianza de mi maestro que con tanta ilusión me había dejado al frente de tan maravilloso proyecto, acepté la plaza en Córdoba y allí estuve once años, hasta 2017 que me trasladé junto a mis padres a mi Galicia natal.
Hoy, confieso la amargura de no haber podido continuar con aquel proyecto tan apasionante, me queda el consuelo de que, mientras estuve al mando, hicimos el precioso libro de fotos y frases editado por SGAE, la exposición que montamos en el Foyer del Teatro de la Zarzuela durante el maravilloso homenaje que le rendimos en 2005, reconstruimos la Compañía que hasta hoy continúa llevando las obras de Gades por todo el mundo, y la página web. Lo mejor fue tener a mi lado a un puñado de amigos de verdad que me apoyaron desde el principio: Antonio García, Lola Ozáez, Marina Claudio, Virginia Domínguez, Antoñito Solera, que en paz descanse, y pocos más.
Su obra inmortal es un tesoro de cultura española, el Don Juan estrenado en Madrid en 1964 cuya escena de la muerte tan acertadamente ha recreado el gran Joaquín Grilo, que si uno lo ve parece estar viendo al mismísimo Antonio Gades; la Suite Flamenca, el puñado de números que entre 1960 y 1974 fue coreografiando para presentarse en el tablao Los Tarantos de Barcelona con su primer grupo de seis tras el estreno de la película de Rovira Beleta; Bodas de Sangre, estrenada en Roma en 1974; Carmen, estrenada en París en 1984; el fallido Fuego (Amor Brujo) también en París en 1989; y Fuenteovejuna, que estrenamos en la ópera de Génova en 1994, ballet en el que tuve la dicha de que me confiara la música. Fíjense en las fechas: ‘64, ‘74, ‘84, ‘94. Y va el tío y se muere en 2004. Él, que había nacido en 1936.
Vivir una década larga a la vera de un genio como Gades ha sido el regalo más grande que me ha dado la vida. Siempre estaré en deuda con él y haré lo que esté en mi mano para honrar su memoria.
Imagen superior: Pepe Lamarca – Fundación Antonio Gades