El SOS que enviamos como señal de socorro días atrás sobre algunos de los males que acarrean los festivales flamencos nos incita, a petición de organizadores responsables de estos eventos, a contextualizar el problema en el tiempo presente y dirigirnos, sobre todo, a quienes tienen la competencia de los mismos, a fin de dejar definitivamente en los anaqueles el bullicio verbenero de algunos encuentros y excluir, por supuesto, a quienes carecen de capacidad para llamarse profesional y a los que ejercen de promotores sin ideas, por no olvidar a aquellos que van de representantes y no sirven ni para pasear el perrito de los miembros de la Agencia de Promoción Musical.
Al último grupo citado pertenece el comisionista, ese viejo operador en el mundo mercantil, a menudo con muy mala prensa, y que, a mayor deshonra, ni formula siquiera contratos de intermediación, con lo que vulnera la libre y leal competencia con el añadido de ejercer un acto de corrupción.
Pero abundemos en ello. Si existe el comisionista es porque interesa al comisionado, en perjuicio siempre del artista (interesado o no), y de la puesta en escena del festival, que como no contrate a un profesional que haga de regidor, presentador y hasta de enlace con los camerinos, el esperpento es tan grotesco que deforma la realidad, al par que atenta contra la dignidad de la cultura andaluza.
Claro que hay un añadido más. La figura no especializada, ese que va de profesional y su propósito no se concreta más que en el cobro. Ni acude a la prueba de sonido, llega cuando le sale del alma y encima se cabrea por el lugar en que sale a escena, con el agravio de que para colmo de los colmos, tiene doblete y hasta triplete. Es decir, hablamos del personaje que la vergüenza se la deja en el cajón de la mesita de noche y que, en connivencia con el comisionista y a veces hasta con los organizadores, comete el mayor agravio que se pueda imaginar: acompañar al presunto éxito personal de la maledicencia y el escarnio.
Para ser llamado profesional hay que satisfacer las obligaciones que conlleva el término, reunir valores asociados a la práctica de la actividad y actuar siempre a favor de la cultura a la que representa, a más de ofrecer un servicio de calidad que, indubitablemente, está vinculado a los conocimientos y a la destreza en ejercicio. Y aunque no sería necesario traerlo a colación, algo que se da por consabido: cumplir con los estándares de conducta establecidos en las artes escénicas, indisociables con el respeto al público receptor.
«A lo largo de los años transcurridos, de la historia de los festivales hemos aprendido que éstos han de promoverse en tres ejes estratégicos que reitero: la competitividad, la dinamización y la cohesión del flamenco en la comarca»
En otro orden de ideas, estamos en el siglo XXI, y los festivales demandan –así lo venimos propugnando hace ya cuarenta años– un trato cultural y una audición mucho más rigurosa, más íntima y cercana, con la que se facilite la penetración y la idoneidad de las propuestas artísticas. Y para ello, es obligado subrayar que los equipos de organización han de fijar su estrategia teniendo en cuenta las mayorías y las minorías; disponer acciones de calidad con los artistas más destacados conjugando maestría y juventud; afianzar la diversidad estilística desde la libertad expresiva, y, a medida que los encuentros crezcan en años, enriquecer sus contenidos sin límites territoriales, con lo que se logrará que la localidad que lo organice se convierta en el foro que avive las relaciones humanas y uno de los lugares más aptos de España para la difusión del flamenco.
Decimos esto porque para nuestros pueblos y ciudades españolas, el flamenco tiene que ser algo más que un mero objeto de intercambio comercial. La localidad, si se quiere convertir en un eficaz soporte institucional de apoyo al mundo artístico, jamás ha de anteponer el amiguismo y el compadreo a la variedad y la calidad profesional. Debe brindar, igualmente, una mirada abierta a la tipología, generar nuevos valores, incitar a la recreación, difundir sus resultados y propiciar el encuentro entre los individuos y los colectivos relacionados con este arte, de ahí que sea un punto de encuentro para el disfrute pero también para que la reflexión afecte al género en cada una de sus manifestaciones.
Y un nuevo añadido. Si el flamenco quiere ser una aportación real a la cultura de los pueblos, se ha de mover en terrenos de libertad expresiva e indagación en el problema de la identidad, elementos que superan, por regla general, la valoración del espectador medio y la apreciación de las nuevas generaciones.
Pero más allá de estas apreciaciones que en la boca de quien firma ya resultan cansinas, a lo largo de los años transcurridos, de la historia de los festivales hemos aprendido que éstos han de promoverse en tres ejes estratégicos que reitero: la competitividad, la dinamización y la cohesión del flamenco en la comarca. Y me explico.
La competitividad es un aspecto crucial para posicionar el evento hacia el éxito. En un mundo interconectado como el que vivimos, los festivales tienen que “viajar” por distintos paisajes culturales para atender de manera efectiva con la demanda popular, pero también para aprovechar los matices propios (arquitectónicos y criterios organizativos) para obtener una ventaja competitiva en el mercado.
El segundo aspecto que destaco es la dinamización, que es fomentar la partición activa de los ciudadanos en la vida cultural del entorno, porque el gran motor de reactivación de España no es sólo el sol y el turismo, sino la cultura patrimonial de nuestros pueblos, principalmente aquellos que encuentran, además, en el flamenco el mayor reclamo como valoración social y cultural.
«El flamenco ha pasado de ser un arte íntimo proveniente de las clases más modestas de nuestra sociedad a convertirse en una industria, y, por tanto, forma parte de las industrias culturales españolas, ya que cumple con los requisitos para considerarlo dentro del ámbito cultural y de la industria cultural»
Y apuntaba, por último, a la cohesión. Los festivales flamencos han de aspirar a mejorar la conexión social a través del fomento de la cultura y, por tanto, de la vida cultural de la ciudadanía, pero también del refuerzo permanente al acceso al flamenco mediante la participación ciudadana, la promoción de iniciativas culturales y el desarrollo de un sentimiento de empoderamiento local y de conciencia democrática.
He remarcado, en consecuencia, estos tres atributos porque el flamenco ha pasado de ser un arte íntimo proveniente de las clases más modestas de nuestra sociedad, a convertirse en una industria, y, por tanto, forma parte de las industrias culturales españolas, ya que cumple con los tres requisitos para considerarlo dentro del ámbito cultural y de la industria cultural, como son creatividad en su producción, significado simbólico y capacidad para ser protegido mediante mecanismos de propiedad intelectual.
Si un festival se quiere consolidar, por consiguiente, y seguir prosperando, ha de persistir en la revisión permanente del modelo de gestión cultural. Esto es, ofertar una programación que concilie a los artistas que están en el “hit parade” de la actualidad con la aportación de los locales que satisfagan las necesidades del festival, a más de ampliar el ciclo formativo, crear ofertas para todos los sectores de la población, reclamar un mayor esfuerzo a las instituciones públicas, buscar más apoyos en los patrocinadores y hacer de la localidad un referente cultural.
Hay que convertir a nuestros pueblos en un destino fundamental, no sólo por sus infraestructuras turísticas, su inigualable patrimonio arquitectónico, su gastronomía o la acogida de sus gentes, sino por encontrar en la actividad artística un nuevo motor turístico, y por mantener una identidad definida y hacer del flamenco un valor diferencial respecto a otros destinos.
Que así sea, porque si hoy día contamos con festivales históricos con un presente la mar de flamenco, el futuro les pertenecerá siempre que los del lugar persistan en la belleza de sus sueños. Solo es cuestión, pues, de reorientarse para inventar el mañana.