Ya he hablado de esto por aquí, pero hay temas sobre los que hay que volver, decencia obliga. Cuando escuché, o leí, no recuerdo bien, creo que fue a una cantante, Lameri o algo así, soltar como si nada aquello tan comentado de la “apropiación cultural”, confieso que al principio no entendí a qué se refería. Después, como estaba hablando de mi Rosalía, pude ver por dónde iba el disparo. Y es que eso de la envidia está “mu mal, mu mal”. No perdonan que la catalana tocara una tecla que algunos, y algunas, llevaban años buscando, la del pelotazo mundial, y ella, que conoce bien el paño flamenco, supo llevarlo a su terreno explorando territorios que hasta entonces no habían sido suficientemente visitados, una música de aroma flamenco hecha a la medida de aquellos millones de jóvenes que en su vida habían escuchado siquiera el nombre del género musical español más reconocido en el mundo y hoy andan preguntando por Porrina, Repompa o la Perla.
Lo de la apropiación cultural es una tontería mayúscula. Empezando porque el arte, así, en abstracto, no tiene dueño. Las obras de arte sí, claro, su autor, pero decir que lo que hace Rosalía es apropiación cultural es de una ignorancia supina que dice más bien poco de quien pronuncia semejante sinsentido. Que lo diga alguien que su mundo abarca las tres calles de su barrio se puedo entender, pero que el improperio venga de personas que buscan la vida andando por el largo y tortuoso camino de la música popular contemporánea, resulta sorprendente.
La base de la música, no solo del flamenco, de toda la música, es la apropiación cultural, ¡coñe! ¿Qué hubiera sido de Wagner sin Beethoven? O de Beethoven sin Mozart, de Mozart sin Haydn y de este sin los hijos de Bach, y así hasta Adán y Eva, que también cantarían, digo yo. Aquí, la manida frase atribuida a Picasso de que “los artistas copian, los genios roban” nos viene al pelo. He visto, desde siempre, a muchos flamencos, de cante, toque y baile, escuchando y mirando atentamente a sus compañeros sin perder detalle, y en sus caras retratado el gesto de estar trincando. ¡Claro, joé! ¡Si está todo inventado! Por eso utilizo, cada vez más, el adagio de “la música, como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma” (que por cierto algunos ya han trincado convenientemente). Un buen artista toma de otros lo que le conviene, para interiorizarlo y soltarlo a su forma, dándole su personalidad, poniendo su sello, dejando la marca de la casa. Y así debe ser. Si no de qué.
«Está feo mangar, aunque peor es callar. No te van a dar premio alguno. El reconocimiento vendrá, si viene, cuando te hayas ido. Nunca te recompensarán en vida las horas, días y años que echas reconstruyendo aquellos tiempos en los que se forjó el flamenco, las músicas y sus bailes. Pero mientras estemos por estos valles no seas mangón, tronco. Reconoce a los compañeros el esfuerzo y por favor, no vayas por la vida echándote flores porque ya se sabe»
Otra cosa es mangar. Así, a lo descarado. Cuando pongo luces a un espectáculo, lo confieso, me acuerdo de mi maestro Antonio Gades, que en eso era también un fenómeno. Lo reconozco y jamás me he apuntado nada en ese terreno. Otra cosa bien distinta ocurre cuando se acerca uno a contar una idea y piensas: «¡Tendrá cara dura el nota! Si esto se habló el otro día, y va el gachó y nos lo cuenta como idea suya». Pero ya se sabe, las ideas no generan derechos.
Continuamente leo escritos sobre música flamenca con cuestiones de primero de teoría de la música que discurrió algún colega hace décadas. Obviedades de solfeo en las que el mangante no había caído. Ya es casualidad, por ejemplo, que todo el mundo vea un polirritmo en el tango de Cádiz cuando tuvieron que pasar muchos años hasta que alguien lo puso negro sobre blanco. Y de repente se lee en todos lados. Alegra, eso sí, poner de acuerdo en algo a los colegas, señal de que no iba desencaminado el que lo teorizó. Y como esa podemos encontrar docenas de cuestiones que hoy se dan por sabidas y nadie, nunca, tiene el cuajo de reconocer dónde lo leyó o en qué conferencia lo escuchó. No tiene mayor importancia, aunque sí molesta que lo cuenten como producto de la reflexión propia, con lo bonito que es compartir. Como digo, las ideas no son de nadie. Se sueltan al aire, que siempre hay alguien al loro que la trinca y “pa la saca”. Aunque da igual, soy de los que opinan que son cuatro días y dos está lloviendo, que decía el Lobe de Cai.
Tampoco he tenido nunca, como le ocurre a algunos compañeros, sentido de la propiedad de los datos. Como aquel que me decía «¡Paquirri es tuyo, ¿eh?», por haber sido mi menda quien encontró que el Guanté era Guanter de apellido y no guantero como nos dijo el gran Fernando Quiñones. Hay hallazgos en la Flamencologia que, según pasa el tiempo, son tan asumidos por todos que ya se pierde la pista de quién lo encontró. Y no pasa nada. Entre los que nos dedicamos a esto de dejarnos los ojos trayendo luz al pasado nos conocemos todos y más o menos sabemos quién ha encontrado qué. Los hay que buscan desesperadamente cuantos más datos mejor con el afán de hacerse inmortales en el mundillo, olvidando que los inmortales son Mellizo, Montoya o Macarrona, el resto somos meros figurantes.
«Hay hallazgos en la Flamencologia que, según pasa el tiempo, son tan asumidos por todos que ya se pierde la pista de quién lo encontró. Y no pasa nada. (…) Los hay que buscan desesperadamente cuantos más datos mejor con el afán de hacerse inmortales en el mundillo, olvidando que los inmortales son Mellizo, Montoya o Macarrona. El resto somos meros figurantes»
Ya lo dijo Manuel Machado en su poema: «Hasta que el pueblo las canta, las coplas coplas no son, y cuando las canta el pueblo ya nadie sabe el autor». Él lo sabía bien, al escuchar en los cafés letras que había publicado dos días antes en la prensa. Los flamencos, como los buenos artistas, son trincones por naturaleza. Y seguramente por ósmosis los estudiosos también (no buenos artistas, sino trincones). Recuerdo un libro que salió hace años y que hasta el título se había hurtado a un compañero, cambiando una palabra por su sinónimo. Y así quedó la cosa. El autor parece que ha desaparecido pero, pudiendo ser buen estudioso de la cosa jonda, prefirió ser manguta y dárselas de profeta, erigiéndose en padre de la cosota, cuando en verdad era una pieza, necesaria, de la maquinaria que, entre todos, construimos para aclarar el pasado de esta música y su baile.
Está feo mangar, aunque peor es callar. No te van a dar premio alguno. El reconocimiento vendrá, si viene, cuando te hayas ido. Nunca te recompensarán en vida las horas, días y años que echas reconstruyendo aquellos tiempos en los que se forjó el flamenco, las músicas y sus bailes. Pero mientras estemos por estos valles no seas mangón, tronco. Reconoce a los compañeros el esfuerzo y por favor, no vayas por la vida echándote flores porque ya se sabe. Como nos decía siempre el maestro Morente, el que dice “yo soy” es porque no tiene quien le diga “tú eres”.
→ Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco