Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son;
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor. (…)
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.
Lo ha dejado negro sobre blanco más de un crítico literario, “que sin Manuel Machado quizás no hubieran existido ni Federico García Lorca ni Rafael Alberti”, que nos hubiéramos quedado sin el Poema del cante jondo del de Granada o sin las aportaciones a los repertorios de cantaores —como Calixto Sánchez, Manuel Gerena o José Menese— o de bailaoras —como la Argentinita— del del Puerto. Incluso hay quien dice que no habrían existido poetas como Jaime Gil de Biedma o los de la poesía de la experiencia. Yo sumaría a que podría ser que sin Manuel no hubieran existido las cosas de Moreno Galván, que “Nadie es más que nadie” ya lo había escrito el mayor de los Machado en los años treinta.
Las afirmaciones quizás sean excesivas, pero no les falta demasiada razón. Porque Manuel Machado, el que nació en la calle San Pedro Mártir —donde también vio la luz de Sevilla por primera vez Rafael de León, a quien tanto debemos y tan mal pago le estamos dando—, es un poeta de poetas. Solo hay que mirar la poesía de la segunda mitad del siglo XX para darnos cuenta de que los versos de su Retrato —“Esta es mi cara y esta es mi alma: leed…” y todo lo que le sigue— han influido en poetas de toda clase y signo sin que quepa discusión alguna. Y a Dios gracias.
Manuel vivió en su juventud en el epicentro del flamenco sevillano de la época, en la Alameda de Hércules o en Triana, en la calle Vázquez de Leca, ahora Eugenio Hernández Martínez, iglesia de Santa Ana frente por frente. Ahí se olía a flamenco y a pucheros gitanos todos los días que el perol hervía. Y en los cafés cantantes escuchó a lo mejor de lo mejor, léase La Niña de los Peines y las cosas de Chacón y el Torre, y disfrutó con los brazos al viento de La Mejorana. Aquella Sevilla de principios del siglo XX era un espectáculo en cada calle, cada noche. Y Manuel Machado supo recoger esas esencias para llevarlas a su larga y magnífica obra.
La exposición Los Machado, retrato de familia, que aúna las dos grandes colecciones machadianas —la de la Fundación Unicaja y la de la Real Academia Burgense de Historia—, está coordinada por la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Instituciones todas ellas de las máximas garantías para ofrecer lo que están ofreciendo: una mirada única y extraordinaria de la vida y obra de la familia Machado al completo, desde los abuelos a los nietos. Un álbum con fotografías en sepia del manoseo de los años, pero que aún se nos presentan claras y limpias: emocionantes.
«La exposición ‘Los Machado, retrato de familia’ ofrece una mirada única y extraordinaria de la vida y obra de la familia Machado al completo, desde los abuelos a los nietos. Un álbum con fotografías en sepia del manoseo de los años, pero que aún se nos presentan claras y limpias: emocionantes»
El mundo de la literatura siempre ha mirado al flamenco. La mayor de las veces para bien, para enriquecerla y colmarla de matices mágicos. Hace poco tiempo decíamos: la poesía es piedra filosofal en el arte flamenco. Sin poesía, en su más amplio sentido, no habría cante. Así de claro. ¿Qué contarían los artistas si no existieran versos flamencos que llevarse a la boca? Ni siquiera toque, que las seis cuerdas de la guitarra tienen que ir bien cuadrás como vuelan las décimas o los sonetos. Ni siquiera el baile, que el un dos tres, un dos tres, me suena a ir contando las sílabas del verso. Ni compás, que es la regla primigenia de la poesía. Ya lo dejó escrito Manuel Machado: “Vino, sentimiento, guitarra y poesía / hacen los cantares de la patria mía. / Cantares… / Quien dice cantares dice Andalucía”. Estamos en total concordancia con la afirmación rotunda del maestro Alfredo Arrebola: “Mientras haya poesía habrá flamenco”.
Manuel vivió el flamenco —que “la vida cabe en un soneto»— desde la cuna. Su padre, Machado y Álvarez, Demófilo, lo conoció y lo trató de tú a tu, cara a cara, aunque a veces se refiriera a él como folklore, pero supo transmitirle esos valores, esas esencias que luego él desarrollaría a lo largo de su vida y de su obra, entre la cultura y la contracultura. Y esa, junto a la intelectualidad que se respiraba en una casa humilde pero llena de libros por todos lados, se nota en su forma de referirse a nuestro arte: desde una perspectiva superior y, a la vez, a ras del suelo, con las nuevas pedagogías de la Institución Libre de Enseñanza. Ahí nos dejó su Canto Hondo: cantares canciones y coplas compuestas al estilo popular de Andalucía, publicado en 1916, que “a todos nos han cantado / en una noche de juerga / coplas que nos han matado…”.
Desde el romanticismo de Bécquer a los cantes populares, escondidos tras la esquina de la memoria. Porque conocida es su afición al cuarto de cabales —“¿Vicios? Todos. Ninguno… Jugador, no lo he sido; / ni gozo lo ganado, ni siento lo perdido. / Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla, / media docena de cañas de manzanilla”— y al mundo del flamenco y los toros, tan unidos a finales del siglo XIX y a principios del XX.
Sus letras han sonado en la voz de Caracol y de Mairena, de Curro Malena, del Lebrijano con Adelfos, de Calixto Sánchez, de Carmen Linares, de Enrique Morente, de Antonio Reyes, de Miguel Poveda o del Granaíno, por ejemplo.
Les dejo, como una media verónica en los medios, estos versos del libro Sevilla y otros poemas, publicado en 1920, que fueron mi primer contacto con el flamenco, en clase de Lengua en el colegio. Tendría servidor unos ocho o nueve años y lo recitaba de memoria.
Sevillanas,
chuflas, tientos, marianas,
tarantas, tonás, livianas…
peteneras,
soleares, soleariyas,
martinetes, carceleras…
Serranas, cartageneras.
Malagueñas, granadinas.
Todo el cante de Levante,
todo el cante de las minas,
todo el cante…
que cantó tía Salvaora,
la Trini, la Coquinera,
la Pastora…
y el Fillo, y el Lebrijano,
y Curro Pabla, su hermano,
Proíta, Moya, Ramoncillo,
Tobalo —inventor del polo—,
Silverio, Chacón, Manolo
Torres, Juanelo y Maoliyo…
→ Ver aquí la primera entrega de esta serie: ‘Los Machado, retrato de familia’ (I): Cipriana, la mujer de los cuentos