Desde el 22 de octubre hasta el 22 de diciembre podremos disfrutar de la magna exposición que lleva por título Los Machado, retrato de familia, comisariada por Alfonso Guerra, coordinada por Eva Díaz Pérez e inaugurada por el rey Felipe VI. Está situada en lo que era la Fábrica de Artillería, en la Avenida de Eduardo Dato, frontera con el torero barrio de San Bernardo. En ella podemos palpar las dimensiones humanas y divinas de una de las sagas literarias más importantes –si no la más— de nuestras letras. El culmen de la misma son los hermanos Manuel y Antonio, pero ese cesto se hizo con los mimbres de su padre, patrón del folklorismo andaluz, e incluso con los de sus abuelos, Antonio —azote de bandoleros y contrabandistas cuando fue gobernador provincial— y Cipriana.
El retrato flamenco de esta familia lo preside, junto a su marido, Cipriana, con el pelo recogido, las manos en el regazo y una mirada serena y, a la vez, segura: “la mujer de los cuentos”. Así la llamaban en Llerena, provincia de Badajoz, cuando allí vivía con su familia, que los Machado han sido nómadas a la fuerza desde los tiempos de los tiempos. Allí tiene un parque rotulado con su nombre —¿para cuándo en Sevilla?—.
Pero Cipriana —sobrina de Agustín Durán, primer director de la Biblioteca Nacional y autor del primer Romancero, con el que los hermanos Machado aprendieron a leer— era sevillana y con sevillanía vivió y murió, aunque la parca la pillara en los madriles. Y sevillanía dejó en el mundo, que “estos días azules y este sol de la infancia” maman de esa voz y de esa ternura que Elena Cipriana Álvarez Durán —que así se llamaba la abuela de Antonio y de Manuel, la madre de Demófilo—, con el paso de los años, pariría y criaría tantas y tantas cosas, tantos recuerdos de lo que estaba perdido y eran tiempos de rescatar, de sacar del viejo baúl de la memoria, para que llegara intacto a las nuevas generaciones.
Cipriana escribía y dibujaba —siempre la cultura y la libertad en la casa del brasero y los estantes repletos de libros— pero su pasión eran los viejos romances y las antiguas coplas del pueblo, a lo que dedicó gran parte de su vida. De esa fuente bebe el primer estudioso del flamenco del que tenemos noticias más o menos ciertas, las primeras letras que los “cantadores” hacían acompañados de los nudillos sobre la mesa o de la guitarra, para aderezar los primitivos bailes, abuelos todos de nuestro flamenco actual. De los trabajos de su madre recopilando romances, trabalenguas, decires y coplas, se sacia Demófilo para luego sacar su trabajo a la luz del mundo.
Por las noches, cuando a los nietos Manuel, Antonio, Joaquín, Francisco y José Machado —que cogió los pinceles tras ver a su abuela tantas veces con ellos en las manos— no les llegaba el sueño, ella se sentaba a los pies de sus camas y les contaba cuentos y recitaba coplas antiguas que en su voz sonaban nuevas en los oídos de los niños.
—Abuela, cuéntanos algo, que no nos quedamos dormidos.
Y allá que iba la abuela, dejando su mecedora de rejilla atrás para arropar a sus nietos, bajar la luz del quinqué y contarles cosas de toda la vida, rescatadas del olvido, para que cogieran el sueño. Eran nanas habladas, nanas nanitas nanas a media voz, muy bajito, con mucho temple y mimo.
«Eran malos tiempos para la lírica femenina, finales del siglo XIX, y ya que le era difícil firmar sus estudios y sus trabajos con su propio nombre, lo hacía bajo el pseudónimo de “la mujer de los cuentos”. Mujer por delante. Cuentos e historias perdidas y recuperadas en su sitio, cada una en el cajón de la cómoda que le correspondía»
Su hijo, Demófilo, escribió a Aniceto Sela, santillano de Asturias y rector de la Universidad de Oviedo: “[Mi madre] ha recogido en Llerena sesenta cuentos, setenta coplas, noventa y cinco trabalenguas, tradiciones, explicación popular de nombres de sitios, chascarrillos, costumbres de casamiento, entierro y bautizo, tradiciones de minas y ermitas; en suma, el verdadero folklore de Llerena”.
Coplas, tradiciones, cantares… cosas del pueblo que interesaban a la matriarca de una familia que aunaron lo culto y lo popular, que llevaron ambos lenguajes a las más altas cotas de la literatura. Y es que es cierto que la esencia, el origen, se encuentra allá donde está: en la mesa familiar, en la esquina aquella en la que la tradición se convierte en realidad del presente absoluto.
Eran malos tiempos para la lírica femenina, finales del siglo XIX, y ya que le era difícil firmar sus estudios y sus trabajos con su propio nombre, lo hacía bajo el pseudónimo de “la mujer de los cuentos”. Mujer por delante. Cuentos e historias perdidas y recuperadas en su sitio, cada una en el cajón de la cómoda que le correspondía. Asimismo fundó la Sociedad del Folklore de Llerena, también conocida como Regianense, y echó el paso adelante con la valentía de los que saben que la verdad está de su parte, que lo que hacen sirve y que lo que viven, vale.
De aquí —y de la intelectual mente de su padre, Antonio Machado y Núñez, gaditano de nacencia y librepensador, darwinista, krausista convencido y enterrado en el Cementerio Civil de Madrid— bebió y mamó Antonio Machado Álvarez, Demófilo, y este hilo fue el que le dejó a sus hijos para que siguieran tirando de la madeja y recogiendo sedal, recordando las luces de la infancia sevillana y los remates sonoros con la definición perfecta: …y Sevilla, para que sonara en la voz de Juan Peña El Lebrijano y al compás de bata de cola de Eli Parrilla.
Cipriana preside, con su pelo recogido, las manos sobre el regazo y la mirada serena, un retrato de familia al que podemos asomarnos cada día desde la frontera del barrio de San Bernardo de Sevilla.
* Primera de cuatro entregas. Continuará.