Es julio de 1975, en Canet del Mar, a unos pocos kilómetros de Barcelona. Allí se celebra la primera edición del Woodstock catalán, el Festival Canet Rock, ante casi 30.000 aficionados que acamparon en las inmediaciones. Toda la contracultura catalana fusionada con el hippismo de la época. Y allí, en ese entorno, se presentan Lole y Manuel, con su juventud y sus canciones bajo el brazo y muchísimo miedo a recibir el rechazo de un público en absoluto acostumbrado a escuchar flamenco. Tal vez por ello les pusieron los últimos de la noche. Puedo imaginar la extrañeza del público cuando en ese escenario por el que acababan de pasar Pau Riba, Companyia Elèctrica Dharma o Iceberg plantan dos sillas de madera, que podrían haber sido de enea aunque no lo eran, y aparecen ambos artistas, Lole con un mantón para mitigar el frío de la noche y Manuel con su guitarra y extrema sensibilidad. Entonces, empiezan a sonar los primeros versos de Todo es de color (“De lo que pasa en el mundo, por Dios que no entiendo nada/ el cardo siempre gritando y la flor siempre callada”) y, como ocurriera unos años antes con Leonard Cohen en su mítico concierto de la Isla de Wight, se empieza a hacer el silencio entre los asistentes que terminan rendidos frente a un enemigo que no esperaban. Ahí, en ese momento, en esa noche, se empezaba a fraguar la leyenda del Nuevo Día.
De aquel momento han pasado ya casi 50 años y Manuel ya no está, pero mucha de esa esencia sigue aún vigente y se apareció en el concierto del jueves, que inauguraba el primer ciclo de flamenco en la Sala X. Un ciclo que devuelve esta cultura a un público y un universo que llevaba muchos años pareciendo ajeno a él. Con las entradas agotadas desde días antes, sentíamos una gran curiosidad por saber qué público nos íbamos a encontrar en una de las salas referentes del pop rock en Sevilla. Y nada más entrar comprendimos que nosotros, que cuando se publicó Nuevo Día tendríamos 4 años, podríamos doblar en edad al 80 por ciento de los presentes. El primer éxito llegó antes de comenzar siquiera el recital con la certificación de que existe un relevo y que el flamenco sigue siendo universal y no el nicho que a veces nos hacen creer que es. Solo hay que hacer cierto esfuerzo para no anquilosarlo.
El segundo y más importante triunfo es, siempre, el de tener a Lole Montoya en el escenario. Sentir cómo sigue siendo esa mujer que hipnotiza y enamora con su voz y su forma de ser. Es evidente que ya no es la joven de su disco de debut, que su timbre ha cambiado con los años, y que José del Valle no es ni pretende ser Manuel Molina, pero su presencia sigue teniendo la magia que la ha hecho única desde siempre. Y, además, comprende que su repertorio con Manuel es historia de la música y se entrega a él.
La actuación comienza con una Lole dubitativa, como en Canet, y con el mismo tema que allí, el himno Todo es de color. Arranca con timidez, voz baja y una cara que parece reflejar cierto temor, quizás de un público y un tipo de local tan ajeno habitualmente a sus recitales. La Sala X llena es una olla a presión, hace calor, «mucha caló», como nos recalcaría a lo largo del repertorio pidiendo auxilio en forma de ventilador, pero a la velocidad justa para no perjudicar su hilo de voz. El público recibe este primer tema de forma muy calurosa con aplausos y voces de ánimo, creando ya desde el principio una especial comunión entre artista y público. Siguen con otra canción inmortal, Dime, con voz firme y guitarra «bajita» acompañando suavemente y, en ese mismo «son», continúan con Un cuento para mi niño, con el regusto único en la poesía de las letras del bohemio Juan Manuel Flores («Sobre un clavel se posó una mariposa blanca/ y el clavel se molestó/ blanca la mariposa y rojo el clavel/ rojo como los labios de quien yo sé). Más aplausos, silbidos y vítores («¡guapa!», «¡señora!»). Este público también conoce las letras, ya sea como en nuestro caso, oídas en casa, en las radios, bares, o fiestas o, como en las generaciones actuales, en las distintas plataformas de streaming. Porque da igual el formato si transmite sentimientos comunes.
«Este concierto y este ciclo es la clara demostración de que se puede hablar de flamenco partiendo de lo ortodoxo y sin necesidad de recurrir al manido concepto de la fusión. Porque lo que se disfrutó el jueves fue solo eso, un recital de flamenco, con todas sus palabras, en una sala de conciertos de rock y electrónica»
Cuando viajaron a Cádiz por alegrías muchos se animaron a acompañar a Lole con sus palmas. Ella con la voz un poco rozada pero con toda su esencia, ese inconfundible «quejío» marca de la casa que a tantas generaciones nos lleva enamorando. Ella lleva las palmas y José no puede negar sus orígenes en el balanceo con que la lleva… Tras ellas suena el arpegiado de guitarra para salir al Balcón, de su disco de 1984 (Casta) que languidece con la súplica de Lole para que bajen el ventilador que antes pidió que le encendieran: «Ponlo, pero no así, que es mucho viento…». Estamos entre amigos, no se parece esto mucho a un tablao en las formas pero quizás sí en el fondo, el ambiente y el sentimiento de confianza entre los que allí estamos.
Ya en la recta final, Lole templa la voz para entrar en los Tangos canasteros, tangos de Triana, con esa cadencia tan negra con la que solo en Triana quedaron impregnados y, tras ellos, nos lleva al norte de África materno con las letras en árabe a las que nos unimos como si las entendiésemos de manera nativa. Y, ya que estamos animados al ritmo de los tangos, seguimos con las famosas y recordadas bulerías del Romero verde, cargadas de olés espontáneos entre un público que poco a poco se fue soltando, igual que ellos. Finalmente, la guitarra comienza con lo que parece la Gnossienne: No 1. de Erik Satie para encarar Al Mutamid en un ensamble que les queda más que sugerente. Lole y esos quiebros de voz que siempre estremecerán a pesar de los años, mientras la guitarra sigue con sus engarces de Gnossienne entre estrofa y estrofa y, en un suspiro y un hilo de voz, se ha ido la velada sin darnos cuenta, a excepción de la sensación de baños árabes con sauna a máxima temperatura. Pero la gente no les permitió retirarse y tocó echar el resto, como mandan los cánones, con unas letrillas por bulerías dedicadas a La Negra, su madre, que, ya sí, sirvieron para cerrar la noche.
Una vez se habían marchado definitivamente, confirmamos esa sensación previa de que nos tocaba vivir algo significativo, especialmente en lo simbólico que supone este inicio de ciclo y con un público que perfectamente podría haber seguido la noche en cualquiera de las sesiones habituales de la programación de la sala. En parte es solo consecuencia de algo que ya adelantamos hace un año con nuestro artículo sobre el flamenco más disruptivo de 2022 y que podría haber tenido continuación en 2023. Algo se está moviendo otra vez en el panorama musical de este país y lo que empezó como un inocente «roneo» empieza a dar sus frutos por encima de la ya presente cuota de mestizaje con lo popular. Este concierto y este ciclo es la clara demostración de que se puede hablar de flamenco, creemos que con mayúsculas, partiendo de lo ortodoxo y sin necesidad de recurrir obligatoriamente al manido concepto de la fusión. Porque lo que se disfrutó el jueves fue solo eso, un recital de flamenco, con todas sus palabras, en una sala de conciertos de rock y electrónica.
Texto: Manolo Domínguez y Fede Calderón