Así que ahora se acabó otra vez el Festival de Luxemburgo, en esta maravillosa fábrica de cultura que damos por sentada a lo largo de los años, pero que no lo es. El shock de la desaparición del Festival Flamenco de Düsseldorf, que pensábamos que seguiría existiendo durante muchos años y que dejó un vacío que nunca se llenará, sigue muy presente entre nosotros.
Los dos festivales tienen mucho en común y eso es lo que los hace tan especiales: todo tiene lugar prácticamente bajo un mismo techo, o al menos en un mismo lugar, conciertos y talleres, hay comidas en común y, por tanto, la oportunidad de acercarse a los artistas y tomar una copa o dos de Rioja juntos. Como los flamencos tienen fama de ser muy generosos, esta es una oportunidad que muchos aficionados aprovechan, ya que no hay tantas ocasiones de charlar con los artistas.
En Esch, el bar también ofrece un excelente gin-tonic a un precio aceptable, la música y el ambiente son estupendos y el equipo del festival hace todo lo posible para que te sientas como en casa y más: este año, incluso se abrió el cine para que los artistas españoles pudieran ver la final de la Liga de Campeones entre el Real Madrid y el Borussia Dortmund.
Como siempre, el programa era interesante y no podía ser más variado. Este año, además, la atención se centró en la generación joven y potente. Sí, se puede hablar de una generación, todos tienen entre treinta y cuarenta años y es su momento. Últimamente se ha discutido mucho sobre por qué siempre están en escena los mismos artistas, pero eso también es fácil de explicar: unos consiguen destacar, otros no, y hay nombres que llenan los teatros y otros no. Es más, en este caso ni siquiera es cierto, porque el primer fin de semana Lucía Ruibal, una bailarina poco habitual, tomó el protagonismo y también triunfó, arrasando entre el público entusiasmado.
Marco Flores dio el pistoletazo de salida al segundo fin de semana con Vengo Jondo, un recital que dejó poco que desear y llenó la abarrotada sala de una luz de agradecer en estos tiempos oscuros. Marco Flores bailó los distintos palos con una facilidad que pocos pueden igualar. Es un bailarín excepcional y no es casualidad que los jóvenes bailarines se sienten atentamente en primera fila para aprender de él durante sus actuaciones. Su riqueza de ideas, su alegría al bailar y su elegancia, su presencia escénica y su contacto con el público son sencillamente una gozada. Joaquín Marín Flores, El Quini de Jerez, al que llamó una y otra vez, brilló en la farruca y los tangos, y el guitarrista José Tomás Jiménez se lució con su solo, un zapateado, que el público recompensó con un aplauso sostenido. Un excelente comienzo para los aficionados que querían ver y oír flamenco en estado puro.
«Últimamente se ha discutido mucho sobre por qué siempre están en escena los mismos artistas, pero eso también es fácil de explicar: unos consiguen destacar, otros no, y hay nombres que llenan los teatros y otros no»
La segunda noche fuimos al Teatro Esch para ver Insaciable, de Lucía La Piñona, y lamentablemente algunas de las expectativas no se cumplieron. Aunque hubo una introducción, como todas las noches, para que el público accediera a esta pieza contemporánea, la chispa no prendió y sólo al final, cuando La Piñona llenó la sala con su energía en su soleá, con esa fuerza y esa destreza increíbles, algo se removió en el público, pero para entonces ya era demasiado tarde.
El ritmo no era el ideal, y después de la primera parte, que se alargó bastante, se levantó un muro invisible entre el escenario y el público. Y no fue por los excelentes artistas que la acompañaban en el escenario. Jesús Corbacho, El Pechuguita y Ezequiel Montoya al cante, Ramón Amador a la guitarra y el bailaor Jonatan Miró estuvieron estupendos, pero quizá no era el día adecuado, a veces no se sabe.
El sábado volvimos a la Kulturfabrik y esperamos a Antonio Molina El Choro con su nueva obra Prender: Un acto de combustión. A pesar de lo indigesto del título, que no quedó del todo claro para el público, nos esperaba una velada muy agradable. Es en Torrejón, el barrio onubense de donde procede el protagonista, donde se encuentra el punto de partida de esta obra. En mi barrio siempre había un coche ardiendo o algún neumático viejo tirado por ahí”, explica El Choro en una entrevista. Ahora imagínense a los tres chicos sentados sobre los neumáticos del coche y hablando de lo que más les ocupa: el fútbol, los coches, el trabajo o lo que sea. Están entre ellos, hablando unos con otros y disfrutando tanto como el público.
Como en todas las épocas, había una canción que destacaba para ellos y que todos se sabían de memoria, en este caso es Cacho a Cacho, del grupo Estopa. Acelera un poco más, cantan. Acelera un poco más, conducimos demasiado despacio, vivimos ahora y no tenemos tiempo que perder. Pero también es un acto de liberación para El Choro y, cuando se arranca la camisa, las señoras del público están encantadas. Recuerda su juventud en el Barrio Torrejón, reflejada en la escenografía con las piezas de coche y los neumáticos de coche colgando, el ambiente exuberante entre sus amigos y las pequeñas rivalidades entre los chicos.
Tenemos que agradecer a uno de los guitarristas más interesantes del momento, Francisco Vinuesa, una melodía pegadiza que aún tengo en la cabeza, a Fran Roca un ingenioso uso de la armónica y a Jesús Corbacho, que vuelve a demostrar su versatilidad y en el que el cante parece un juego de niños, una complicidad con su amigo que hace creíble la historia.
El Choro mostró su baile varonil y animoso, nunca nos defraudará. El público abandonó la sala riendo y feliz, poniendo fin a un festival que esperemos tenga una larga vida por delante.