La palabra «sintaxis» deriva del griego «sin» (que significa «con») y «taxis» («orden») y, como es bien sabido, es la rama de la gramática que estudia la relación y el orden correctos de las palabras en las oraciones. Así, si decimos «me fritos gustan boquerones los», aunque entendamos el sentido, sabemos que la sintaxis es incorrecta sin necesidad de haber estudiado lingüística. En la poesía se suele forzar el orden de las palabras y los sintagmas –Góngora llevó esto a extremos inauditos– para crear expresiones que admite la norma aunque sean infrecuentes en el lenguaje cotidiano.
El flamenco también tiene su sintaxis. La del baile la llamamos «coreografía», otra palabra que viene del griego y que significa «escritura del baile». O sea, la coreografía no es más que un baile organizado. Cuando se baila a lo loco, aunque se taconee muy bien y a compás, el baile carece de sintaxis. No hay ni orden ni concierto.
Con la guitarra pasa lo mismo. Hay una anécdota que lo ejemplifica. Me contó el maestro Fosforito que a mediados de los 60 coincidió con Andrés Segovia en el taller de guitarras del constructor madrileño José Ramírez. Allí estaba probando un instrumento un tocaor de técnica muy depurada –no viene al caso citar el nombre– pero que tocaba sin ton ni son. Le preguntaron a Segovia su parecer y dijo: «Ese toque es como decir ghda nmut ghaw bxehjl». Vamos, que no entendió ni jota.
El cante, al igual que el toque y el baile, posee su sintaxis. Hay quien suena muy bien, con un eco que nos puede cautivar la primera vez pero que al cantar sin sentido tendrá poca relevancia. Con las sucesivas escuchas el interés disminuirá notablemente.
Los repertorios del cante flamenco se componen de melodías distintas, esto es, de palos, y para cada uno de ellos hay múltiples estilos. Así, en las malagueñas están las creaciones de Chacón, la Trini, Juan Breva, etc.; en los fandangos, los estilos de Calzá, Caracol, Rengel, etc.; en las soleares, las variantes de la Serneta, el Ollero, Juaniquí, etc. Y todos ellos hay que saber combinarlos con un sentido de la armonía.
También se pueden mezclar palos distintos y obtener un todo equilibrado. Veamos algunos ejemplos de estas combinaciones que han terminado por establecerse en el corpus del cante flamenco de forma consuetudinaria, o sea, según los dictados de la tradición.
«Se da el caso de intérpretes que amalgaman estrofas impecablemente cantadas pero sin orden ni concierto. Así, aunque en una serie de bulerías y tangos cada cosa suene bien por separado, al carecer de sentido de la sintaxis, lo cantado suena deslavazado»
Parece ser que fue Silverio quien popularizó la unión de tres cantes distintos pero emparentados por su compás, hasta conformar una verdadera suite: la liviana, seguida de la serrana con su macho y, para acabar, la seguiriya de María Borrico. En el excelente libro de Juan Rondón (Recuerdos y confesiones del cantaor Rafael Pareja de Triana, 2001), Pareja cuenta que Silverio, antes de la serrana y su macho y el remate de María Borrico, abría la serie con la llamada «seguiriya de la 31», cuya música desconocemos pero de la que sabemos la letra:
Yo jugué por mi suerte
a la treinta y una,
y como el juego no me iba bien,
me pasé por una.
También en el siglo XIX se fijó la costumbre de cerrar tanto la caña como el polo con una soleá apolá que, como indica el apelativo, tiene bastante que ver. En la década de 1990, Diego Clavel ideó abrir la caña con una soleá de Pinea y terminaba la serie con la consabida soleá apolá. Con ese cante corto de Triana al principio le daba más extensión al conjunto sin perder coherencia. Pero no cundió el ejemplo.
Hubo ensayos de cantaores que cerraban la serrana con un cante tan alejado como un fandango verdial. Quizás porque muchos de quienes lo hicieron estaban más cerca de la copla que del flamenco, o quizás porque eran cantes sujetos a compases muy distintos, lo cierto es que aquello no terminó de cuajar. Un ejemplo está en la grabación en placa de pizarra de Antonio Molina en 1952, quien con orquesta y la guitarra de E. Martínez registró La serranía. En 1966 la Niña de Antequera hizo lo propio con Pepe Martínez en Jara y madroños. Y dos ejemplos más: el Cabrero (Soy hombre de tierras duras, del disco Tierras duras, 1977) con Eduardo el de la Malena, y Rocío Jurado (A la Virgen de la Cabeza, del disco Por derecho, 1979), con Niño Ricardo hijo, Enrique de Melchor y Paco Cepero.
En otros casos estas combinaciones funcionaron a medias. Es el caso de abrir una tanda de fandangos con un temple por seguiriyas, como hizo Rafael Farina en una grabación de 1964 con la guitarra de Vargas Araceli hijo (Fandango por seguiriyas: Me pesa el haberlo hecho). Creo que no volvió a repetir una grabación similar. Algo parecido empezó a hacer Paco Toronjo a partir de los años 70, no sé si tomando nota del cantaor salmantino. Se templaba por seguiriyas con su peculiar voz rota, para pasar de inmediato a cantar un fandango valiente del Alosno que recogía ya, con el toque apropiado, el tocaor. En Toronjo quedaba la mar de bien, pero solo en él.
Es muy común desde los años 60 pasar de los tientos –o tangos lentos– a los tangos aligerando el compás, lo que sintácticamente es impecable. Con las malagueñas ocurre algo similar. Está asentada la costumbre de, tras interpretar uno o dos estilos, cerrar con algunos cantes abandolaos (malagueñas de Juan Breva, fandangos de Lucena, rondeñas, etc.). Funciona bien, pues después de un cante sin ritmo cuadra terminar con algo más vivo. Pero también depende del estilo de malagueña que anteceda la serie. Así, terminar la malagueña del Mellizo con un abandolao no suena natural. Para ese estilo, el maestro Aurelio Sellés impuso la costumbre de templarse con una media granaína de Marchena para acometer tan bravío cante.
Podríamos poner más ejemplos en los que se entreveran cantes distintos, pero me parece más interesante detenernos en cómo se ordenan estilos diferentes en una serie del mismo palo. En tal caso, al haber menos rigidez, la cosa se complica y depende mucho de la inteligencia del intérprete. En algunos ejemplos de lo descrito arriba la tradición es la que ha fijado esas reglas sintácticas, pero para esto que veremos se ha de tener unos conocimientos vastos y grandes dotes para la improvisación. ¿Cómo estructurar, pues, con coherencia una serie de soleares, bulerías o seguiriyas?
Vamos con las seguiriyas. Hay estilos que son muy adecuados para iniciar. Muy frecuente es el del señor Manuel Molina y, mucho más, la versión acortada que creó Manuel Torres (del tipo A clavito y canela). Las variantes habituales para ir en segundo lugar son muchas. Las más comunes son las que comienzan con uno o dos ayes y que derivan del cante del Viejo de la isla (Paco la Luz, Marrurro, Francisco la Perla, Tío José de Paula,…). Hay estilos específicos de seguiriyas propios para cerrar, de hecho se llaman así, «seguiriyas de cierre»; algunos incluso cambian a tonalidad mayor, y son las cabales. Si se quieren interpretar más de tres cantes se suelen incluir estilos del Nitri, del Loco Mateo, Cagancho, entre otros. La cuestión es que el todo engarce sin molestar.
«Muchas veces contó nuestro recordado amigo y maestro Luis Suárez Ávila que en las cartas que le escribió Antonio Mairena siempre le llamaba la atención la impecable sintaxis de los textos, pese a las innumerables faltas de ortografía debidas a su casi nula estancia en la escuela. Lo mismo le pasaba a su cante: era difícil hacerlo con mejor sintaxis. Ni cantar mejor»
En las soleares la variedad estilística es mayor que en las seguiriyas. Además, al cantarse más letras en una tanda, las combinaciones aumentan de forma considerable. Es corriente interpretar seguidas soleares de una misma zona: unas cuantas de Alcalá, o varias de Triana o de Cádiz. Pero hay secuencias que no funcionan bien, como es juntar soleares apolás con aquellas que no lo son. O, por ejemplo, combinar estilos de los alfareros de Triana con otros de Jerez.
Un caso paradigmático de buen hacer era Fernanda de Utrera, que acostumbraba cantar en directo un vasto recorrido que incluía seis, siete, ocho o más letras por soleá. Su legendario metal de voz encandilaba a los públicos, pero es que además hacía gala de una gran inteligencia cantaora para abordar la soleá. Así, su dominio de la sintaxis la llevaba a alternar estilos en tonos medios con otros más bravíos, soleares cortas de tres versos con otras de cuatro, generalmente de contenido más sentencioso. Y para cerrar, ¡ay, para cerrar!… a todos nos dejaba atónitos cuando acometía como nadie la soleá de Paquirri el Guanté.
En series de bulerías por soleá, al ser cercanas a las soleares pero con mayor ritmo, se suelen incluir soleares de Frijones, cantes que en Jerez es habitual hacerlos con tempo muy vivo. También hay cantaores que para abrir una serie de soleares principian con una letra de bulería por soleá. En Fernanda era cosa normal.
Hay además casos extraños. Por su ineficacia sintáctica, es rarísimo cantar seguidas dos seguiriyas o dos soleares de igual melodía, pues saturarían el oído. Pero hay sus excepciones: no chirría el mismo estilo de soleá de Frijones ligado dos o tres veces, o dos o tres seguiriyas juntas de Tío José de Paula. Son cantes cortos, electrizantes y funcionan como descargas de alta intensidad, como demuestran algunas grabaciones de Agujetas Viejo o su hijo Manuel.
Tampoco suele ser frecuente interpretar juntas dos malagueñas del mismo estilo, pero sí dos o tres fandangos iguales. Misterios de la sintaxis.
En cantes tan proteicos como los tangos o las bulerías, las combinaciones son infinitas dado que a sus respectivos compases se pueden adaptar melodías de mil y una procedencias, si se tiene el suficiente dominio de los tiempos. Y arte, claro. Se da el caso de intérpretes que amalgaman estrofas impecablemente cantadas pero sin orden ni concierto. Así, aunque en una serie de bulerías y tangos cada cosa suene bien por separado, al carecer de sentido de la sintaxis, lo cantado suena deslavazado.
Chano Lobato cantaba un pupurrí con ritmo vivo de tangos en el que iniciaba por garrotín, continuaba con tangos del Piyayo y cerraba con la farruca. Hacía con ello las delicias del público, pues además de la diversidad melódica empezaba en el modo mayor y terminaba en menor, lo que confería más variedad al conjunto.
Un caso que ejemplifica a la perfección la inteligencia cantaora es el de Antonio Mairena. Lo podemos comprobar en unas bulerías que grabó en el disco dedicado a Pastora Pavón (Honores a la Niña de los Peines, 1969), con su inseparable Melchor de Marchena. En el enlace de YouTube adjunto aparece una descripción de los cantes interpretados en la serie que dejamos escrita mi tío Luis Soler y yo en nuestro libro Los cantes de Antonio Mairena: comentarios a su obra discográfica (Tartessos, 2004).
Muchas veces contó nuestro recordado amigo y maestro Luis Suárez Ávila –y también lo publicó en Expoflamenco– que en las cartas que le escribió Antonio Mairena siempre le llamaba la atención la impecable sintaxis de los textos, pese a las innumerables faltas de ortografía debidas a su casi nula estancia en la escuela. Lo mismo le pasaba a su cante: era difícil hacerlo con mejor sintaxis. Ni cantar mejor.
Imagen superior: Ferdinand de Saussure y Antonio Mairena, dibujado por Juan Valdés (colección de Emilio Jiménez Díaz)
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