Los prejuicios son un arma de destrucción que podríamos calificar de masiva si no fuera porque en verdad no es para tanto. Si hablamos de flamenco, al final todo suele quedar en una discusión más o menos amigable chatovino mediante que, salvo excepciones, no suele ir más allá de una exclamación al seis por medio con su imprescindible vena hinchada al cuello. Puro teatro.
Lo vengo diciendo, en el flamenco todos somos flamencólogos en potencia y defendemos nuestras opiniones sin importar si llevamos o no razón. La cuestión es practicar ese deporte tan extendido del “¿pero tú estabas allí, muchacho?”, como me dijo un día en tono más que desafiante un paisano en la muy gaditana peña del gran Juan Villar: ¿pero usted conoció a Adela la Chaqueta? A lo que respondí poniendo los ojos en blanco: “Nunca olvidaré aquellas veladas en casa de los Mozart en Salzburgo”. ¡Vaya tela! Ahora resulta que para hablar de Antonio Mairena hay que haber limpiado la mesa de un bar donde un día se tomó unos vinos. Recuerdo una secretaria que tuve cuando dirigí el sello Deutsche Grammophon que después de una comida con Plácido Domingo me hablaba de ópera como quien se hubiera pasado media vida disfrutando de esa bendita “obra de arte total” (Gesamtkunstwerk, en alemán). No es suficiente almorzar con un genio como el tenor madrileño para conocer los entresijos del arte de Verdi. No. Como tampoco es suficiente beberse Sanlúcar, El Puerto y Jerez para saber si fueron más antiguos los tientos que la malagueña.
Lo repito a cada paso: la música, como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Todo es producto de la evolución y nada se mantiene inerte, siempre avanza. Aunque el espíritu del arte flamenco es conservador, la verdad que su realidad es progresista (valga el símil seudo-político). Y uno, que de por sí le encanta la perspectiva histórica de los géneros musicales y siempre está pendiente de cómo se ha ido transformando en el tiempo la materia de la que está hecha la música, atendiendo a la natural evolución de los estilos flamencos a través de las versiones que hacen los artistas de las múltiples variantes que cada uno conoce, recreando a cada paso esas melodías, sus acompañamientos, sus formas y maneras en continuo crecimiento, proyectándose en el tiempo y el espacio, actualizándose a cada paso, golpe a golpe, verso a verso. Lo dijo el poeta: “se hace camino al andar”. Y yo, siempre, lo que diga don Antonio.
«El flamenco es un género romántico, del siglo XIX, hecho con los mimbres de aquella época, hijo de su tiempo y, eso sí, heredero de una antiquísima tradición musical que cristalizó hace dos centurias y que hoy se pasea orgulloso por todos los rincones del mundo»
Y ahora vayamos al meollo de la cuestión que nos trae hoy aquí: si hablamos de la antigüedad de los estilos del género flamenco, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Podríamos decir que es la pregunta del millón. Pero la historia, aunque ciencia inexacta donde las haya, tiene método y los resultados que se desprenden de la investigación que realizamos entre los que nos gusta dejarnos los ojos ante los papeles y escuchando pacientemente las grabaciones que desde hace más de un siglo registraron los grandes maestros, muestran una senda que, con mayor o menor acierto, se va vislumbrando tras esas indagaciones y, entre todos, día a día el camino recorrido se ilumina y logramos tener más claro qué ocurrió, más allá de novelas y las ocurrencias varias que han ido jalonando de prejuicios la que podemos llamar “historia oficial del flamenco”. Por ejemplo, hay muchos aficionados convencidos de que las tonás son los estilos más antiguos, que en el principio fue el cante sin guitarra. No es difícil caer en la tentación de creer que así fue, que antes de que los cantes tuviesen su acompañamiento, se hacían sin la sonanta, olvidando que la guitarra es bastante más antigua que el cante tal y como hoy lo conocemos.
Si el flamenco, y en eso podemos estar de acuerdo, comienza su andadura con el “cante pa escuchar” en las primeras décadas del siglo XIX, la guitarra, sea de cuatro, cinco o la moderna de seis cuerdas, tiene al menos dos siglos más. Otra cosa es que las tonadas, melodías sobre las que se confeccionaron las llamadas tonás, a saber, martinetes, debla, pregones, nanas, antiguas livianas, romances y tonás propiamente dichas, tienen una notable antigüedad pero el quid de la cuestión es: ¿cuándo se cantaron al modo jondo, a la manera flamenca? El otro día un buen amigo en las redes me comentaba si la soleá al golpe de nudillos sobre la barra de un tabanco no era más antigua que la soleá a guitarra, apoyando su teoría en que la práctica natural de esos cantes no precisa del instrumento y así se canta, aún hoy en muchos ámbitos, reuniones de amigos, en un cuartito, sobre todo cuando no hay guitarra o alguien que sepa tocarla. En esos casos no se deja de cantar, haciendo son con las palmas sordas se puede cantar por todos los estilos, como yo canto la malagueña grande de Chacón en la ducha (pa echarme de España, por cierto). No es oro todo lo que reluce. Tendemos a pensar que el flamenco, como todos los géneros musicales, evolucionan de lo simple a lo elaborado y, en teoría, que no en la práctica, es más sencillo un cante sin guitarra que con ella, olvidando que muchas melodías, por poner un ejemplo de uno de los estilos más antiguos del repertorio jondo, el polo nominado de Tobalo, su tonada, su melodía, está concebida para ser apoyada por la armonía que proporciona la bajañí, imprescindible en los polos, cañas, solares y seguiriyas, serranas y malagueñas, tangos y cantiñas.
En una ocasión, un gran maestro del cante me dijo, paseando la judería cordobesa: Faustino, aquí en el siglo XII ya se cantaba por seguiriyas. Ojiplático me quedé. Pero si ni siquiera existía el idioma castellano y, que yo sepa, se canta en ese idioma. En andaluz. Y por supuesto aún no existía la guitarra. Es del todo imposible que en aquel lejano siglo ya se cantaran soleares, serranas o la media granaína. El flamenco es un género romántico, del siglo XIX, hecho con los mimbres de aquella época, hijo de su tiempo y, eso sí, heredero de una antiquísima tradición musical que cristalizó hace dos centurias y que hoy se pasea orgulloso por todos los rincones del mundo.