Entras en el teatro. Escaneas el QR del programa de mano (molesto invento para nosotros de cierta edad) para estudiar el reparto y, Dios mediante, descifrar el argumento o significado de lo que estás a punto de presenciar.
El teatro bailado no es novedad, desde luego. Las viñetas de las populares zarzuelas como La verbena de la paloma compaginando música, voz y baile llegaron a su máxima popularidad a finales del siglo XIX, aflamencándose como la mítica creación en los años treinta Las calles de Cádiz de Argentinita con destacados artistas del flamenco de la época como Pericón de Cádiz, Adela la Chaqueta o el Gloria, entre otros. Además de obras frívolas o cómicas como la mencionada, ha habido tragedias como la notable Bodas de sangre.
Me consta que una gran mayoría del público no iniciado da por sentado que de alguna manera el flamenco cuenta una historia. “Me ha encantado, pero no capté la historia” es un comentario típico, o a menudo “¿qué cuentan las manos?”. Y no le vayas a decir a nadie que no hay guion, que produce un disgusto regular.
La cuestión de espectáculos flamencos con hilo argumental basados en cante, baile, guitarra, u otros elementos que representan una historia de variable complejidad, es la que os pongo en la mesa para contemplar su papel. En 1984, La gran bailaora Manuela Vargas hizo historia con su elegancia jonda y la música del maestro Manolo Sanlúcar para representar la tragedia griega Medea. Pero dos décadas antes, la que escribe estas palabras experimentó un alud de emoción mucho mayor viendo a la misma bailaora en cuatro espectáculos distintos cada día en el pabellón español de la feria mundial de Nueva York en los años sesenta. Ausencia total de historias, sólo el cante clásico de Fosforito, el Beni, Naranjito de Triana, las guitarras de Juan Habichuela, José Cala el Poeta y la diosa Manuela con esa mirada penetrante, esos movimientos secos e hirientes. Estoy convencida de que cualquier intento de colocar un guion sobre aquel banquete intenso sólo hubiera servido para diluir la flamencura que lo empapaba. Fue un mano a mano entre lo jondo y lo teatral en el que sólo podía salir un ganador a expensas del contrario.
«Eres bailaor o bailaora, pues báilame, y no me hagas estudiar un texto rebuscado con letra chiquitita que hay que descifrar en la semioscuridad del teatro. El flamenco es más grande que eso»
Es probable que los espectáculos con hilo argumental se vendan mejor fuera de España. La mítica reyerta a cámara lenta de la fértil mente creativa del maestro Antonio Gades es la impresionante pieza central de la obra arriba mencionada de Lorca, Bodas de Sangre, que inspiró a toda una generación de aficionados dentro y fuera de España.
La gloria de mi mare, de la bailaora Asunción Pérez Choni, es, en mi opinión, de las pocas obras que logra equilibrar buen cante, baile, guitarra, buen humor y drama social sin que los elementos se peleen entre sí. Carmen Cortés y Gerardo Núñez también se inspiraron en obras de Lorca como La casa de Bernarda Alba, mientras que Isabel Bayón biografió a través del baile a la bailarina exótica Tórtola Valencia.
También hay obras semi dramatizadas como el brillante trabajo del bailaor sevillano Andrés Marín, El alba del último día, en la que quedó retratado el declive de los históricos cafés cantante.
Me pongo a los pies de la desaparecida crítica Tobi Tobías, que publicó en 2016 estas sabias palabras acerca de la mezcla de teatro y flamenco: “Nunca he visto un intento de este tipo que no termine en fracaso, no solo un fracaso teatral sino también moral, porque es una traición, una pérdida de fe en el mismo corazón de la forma”. El Amor brujo, la gran obra de Manuel de Falla, demuestra el triunfo del teatro sobre el flamenco.
Algunas sinopsis en el programa de mano son culpables de verbosidad desenfrenada. Eres bailaor o bailaora, pues báilame, y no me hagas estudiar un texto rebuscado con letra chiquitita que hay que descifrar en la semioscuridad del teatro. El flamenco es más grande que eso.