Solo hablé con Antonio Gades dos veces y no me hizo falta más para darme cuenta de que era un elegido. Una vez fue en Córdoba, donde me lo presentó Pilar López, y la otra, cuando vino a la Bienal de Sevilla a hacer un espectáculo de un ensayo, algo fantástico y muy original. Fue en el Lope de Vega y tuve la suerte de que se sentara a mi vera, en la butaca de al lado. Imponía su enorme personalidad y su fuerte carácter. Un día le dije a Mario Maya que tenía cara de bailaor y me dijo con gracia: “Me has confundido con Gades; él sí que tenía cara de bailaor”.
En efecto, tenía cara y físico, en general, de bailaor. Sin duda, nació para el baile y la historia de la danza le ha reservado un sitio de honor entre los privilegiados. Si te pones a repasar sus obras, su legado, es abrumadoramente apabullante. No me atrevería a decir que fue el bailaor y coreógrafo más importante del mundo del flamenco, porque nadie está por encima de Antonio, al menos para mí, pero está al menos entre los cinco más grandes de todos los tiempos. Creo que nadie tuvo su cabeza, aquella colocación que rozaba la arquitectura, y que miró como nadie. En el baile la mirada es fundamental y Gades te clavaba los ojos desde el proscenio como no se había visto nunca.
«Gades era un gran artista, de los mejores del mundo, y se murió siéndolo. Verlo sobre un escenario era algo más que ver bailar, porque su compromiso con la cultura, con la danza, era total»
Hablando en Córdoba con Pilar López, Mario y él, me di cuenta de que miraban los tres de manera muy parecida: clavando los ojos como dos puñales. Pero Gades además tenía otras muchas cosas que llamaron la atención de alguien tan observador como yo. Nunca descomponía la figura, ni siquiera fuera del escenario. Parecía una escultura de Miguel Ángel. Era perfecto, compensado. Y no era el clásico flamenco presumido, fanfarrón, que tanto detesto: para lo grande que era, sabía mostrarse siempre natural. Eso sí, sin dejar nunca de ser artista.
Pilar solía decir que un artista no debía ir siempre de artista, pero que nunca tenía que dejar de serlo y, sobre todo, parecerlo. Gades era un gran artista, de los mejores del mundo, y se murió siéndolo. Verlo sobre un escenario era algo más que ver bailar, porque su compromiso con la cultura, con la danza, era total. Los grandes creadores, y él lo fue, son siempre mucho más que servidores del público, que jornaleros de un arte: son seres geniales llenos de rarezas y excentricidades, generalmente aficionados a complicarse la vida. Amantes de la Cultura, con mayúscula, aunque no solo de la académica, sino de la del pueblo.
Me dijo aquel día en Córdoba que era un verdadero enamorado de los bailes folclóricos españoles, de las danzas del campo, agrícolas. Fuenteovejuna, una de sus mejores obras, que vi dos veces, es una prueba de eso, de su amor por el folclore español. Se han cumplido veinte años de su muerte y no quería dejar pasar la efeméride.