Cuando comencé a ordenar el archivo de Antonio Gades tras su muerte en julio de 2004, cientos de artículos guardados por el genial coreógrafo, bailaor y bailarín de Elda criado en Entrevías, me topé con una crítica del New York Times creo recordar que del año 1958, durante una de las giras del Ballet de Pilar López del que formaban parte nada más y nada menos que Mario Maya y El Güito, entre otros grandes del arte, que me llamó mucho la atención. En aquel artículo el crítico comentaba algo así: “Me ha sorprendido el baile sobrio y vivaz de Güito, pero nada comparado con el racial y gitano de Antonio Gades”. Al principio solté una carcajada, aunque enseguida me vino a la mente un tema que desde hace mucho vengo comentando con amigos, compañeros y alumnos: la enorme importancia de los artistas que durante siglos fueron moldeando los estereotipos de negros, payos, moros, blancos, mulatos o gitanos, artistas que las más de las veces interpretaban un papel y ese gitano resulta que era un gachó de Cuenca, bailador, el negro de Mondoñedo, el moro de La Alcarria, el payo de Málaga y el mulato del Ampurdán. Actores y actrices que cantaban y bailaban al modo de, siendo eso, artistas, que ponían en escena una obra y desempeñaban el rol que mejor sabían recrear. También recuerdo las muchas veces que repasando los miembros de las compañías que trabajaban en los teatros madrileños de La Cruz y El Príncipe hacia la segunda mitad del siglo XVIII encontraba el muy frecuente comentario de “hace muy bien los papeles de gitana” o “idóneo para los roles de majo de rumbo”. Una cuestión importante que los estudiosos que investigan los orígenes de la música jonda no deben perder de vista.
Por ejemplo, desde hace unos años se viene estudiando el elemento negro en el flamenco (recomiendo el libro Sonidos negros, de la amiga y gran investigadora Meira Goldberg en la muy recomendable traducción de Kiko Mora). Resulta que en muchos escritos los autores parecen convencidos de que los elementos musicales de origen africano o afroamericano llegaron al flamenco transmitidos directamente de aquellas músicas al flamenco, casi sin intermediarios. Pero esto no fue siempre así.
En Europa, en cuestiones artísticas, hemos sido muy imaginativos, fantasiosos, algunos podrían decir incluso soberbios, nos ha gustado siempre configurar la imagen del otro a nuestro gusto, adaptando sus usos y maneras imitando lo visto en nuestros viajes por lo largo y ancho del mundo durante siglos. El europeo ha sido, sobre todo, viajero, y ya desde los tiempos antiguos, de regreso, le ha gustado contar los periplos, de ahí la muy extensa literatura de viajes. Los músicos, desde siempre, han intentado recrear el mundo exterior, y he aquí el quid de la cuestión, adaptándolo a los gustos de sus conciudadanos. Ya he comentado en alguna ocasión en estos artículos el caso paradigmático de Puccini, quien supo crear todo un universo musical no japonés sino a la japonesa con su inmortal Butterfly, a la china con Turandot, o el ambiente sonoro del lejano oeste en La fanciulla del west. Antes ya lo había hecho Verdi en Othelo, Trovador, Traviata o la Forza del destino. Lo hicieron Rossini, Mozart, Haydn, Rameau, Lully. Como lo hicieran aquí Falla y antes Albéniz, Trinidad Huertas, Santiago de Murcia o Gaspar Sanz. Sería interminable la lista de compositores que dedicaron alguna o muchas de sus obras a recrear en clave europea la música de países no europeos.
Los españoles, que hemos sido de los más viajeros, hemos recreado lo exótico de formas muy diversas. La morisca no es música de los moros sino “música a la manera de los moros”, como lo fue el cumbé de los africanos, o la petenera de los mexicanos, el tango y la guajira de los cubanos. Se trata de recrear el ambiente sonoro más que recrear la música, logrando sonoridades que funcionan como estereotipos a oídos del público al que está dirigida esa música, en teatros y cafés, espectáculos de variedades, entremeses, sainetes, tonadillas, jácaras. Ya he traído a este tribuna el caso del señor del Río que ataviado de “negro fingido” cantó en los teatros de Cádiz el tango del chorote en 1829.
«El cante flamenco, más que herencia directa de la cultura musical andalusí, es una recreación en clave gitana de los cantos morunos que tanto debieron sonar en las calles, minaretes, zambra y palacios de Al Andalus, aunque cinco siglos después de que Fernando el Santo reconquistará Sevilla y Cádiz»
También he comentado, no hace mucho, acerca de la teoría que he llamado “cantar en camelo”, a la que dediqué mi conferencia este curso en mi querida Cátedra de Flamencologia de la Universidad de Córdoba, donde vengo a decir, precisamente, que el cante flamenco más que herencia directa de la cultura musical andalusí, como defiende el amigo Antonio Manuel, es una recreación en clave gitana de los cantos morunos que tanto debieron sonar en las calles, minaretes, zambra y palacios de Al Andalus, aunque cinco siglos después de que Fernando el Santo reconquistará Sevilla y Cádiz, donde por cierto, a partir de entonces, año 1248, se dejaron de escuchar esos cantos, siendo sustituidos por la música mozárabe, cristiana, que si bien estaría empapada de aromas morunos ya no era tal.
Y con esos mimbres se hizo el flamenco, con esos y con todos los que fue recogiendo el pueblo andaluz durante siglos, dando la vuelta al mundo y preservando esencias culturales foráneas que supo hacer suyas, traduciendo al “cristiano” los sones más exóticos para adecuarlos a los oídos de todo aquel que quisiera escucharlos.
En resumen, no creemos que lo negro en el flamenco sea música africana transplantada a la cultura música andaluza y por extensión a la flamenca, sino su traducción, las más de las veces hecha por artistas que, ataviados de personajes concretos, supieron recrear aquellos mundos lejanos y mostrarlos a sus paisanos, como solaz y entretenimiento del público que llenaba el patio, cazuela, palcos y paraíso de los teatros.
Es un tema que merece un estudio paciente y en profundidad, es mi deseo llevarlo a cabo aunque el trabajo apenas deja tiempo para ponerse a investigar un proyecto que obliga a desmontar tópicos instalados en la conciencia colectiva y grabados a fuego en las mentes de la afición. Con salud, todo se andará.