Los flamencos también comen
Con las cosas de comer no se juega. Y si no que le pregunten a los flamencos, que desde hace un siglo saben que un cocinero es también un buen artista, de la misma manera que una excelente receta tiene tanta alma como un cante sublime.
No le falta razón al mundo rural cuando ha llevado sus quejas a Madrid para manifestarse en contra del Gobierno de Pedro Sánchez, al que le exigen soluciones urgentes para la supervivencia. Aquello de Madrid al cielo ha pasado a ser de Madrid al suelo, porque más allá del cruce de acusaciones políticas, algunas tan superficiales como vomitivas, los agricultores, ganaderos, regantes y cazadores llegados de toda España han pedido, en primer lugar, respeto por su trabajo, y en segundo lugar, que se les escuche, porque con la condenable subida del combustible, los fertilizantes y el pienso, estos trabajadores se van (nos vamos) a la ruina.
La gastronomía es cosa muy seria, y no sólo por los componentes culturales de la comida, sino porque con las cosas de comer no se juega. Y si no que le pregunten a los flamencos, que desde hace un siglo saben que un cocinero es también un buen artista, de la misma manera que una excelente receta tiene tanta alma como un cante sublime.
A pesar de ello, aún perdura la cantinela de que los flamencos no comen, mantra que tiene su origen en los años veinte del siglo pasado en la madrileña Plaza de Santa Ana, en el mítico Villa Rosa, que aunque abierto desde 1914 por los picadores Farfán y Céntimo y el banderillero Alvaradito, se dedicó a la freiduría y al chateo hasta que en 1919 dos de sus camareros, Antonio Torres y Tomás Valverde, se hicieron con las riendas del negocio, abrieron varios reservados y lo convirtieron en el colmao favorito de la aristocracia, la política y la intelectualidad madrileña, a raíz, sobre todo, de que lo frecuentara don Antonio Chacón, Ramón Montoya o Luis Yance.
«Ahora, cuando unos comen para matar el hambre y otros para degustar, es la desigualdad de las ayudas la culpable de la mala salud de los profesionales no consagrados»
Era muy conocida por entonces, según leemos en el Heraldo de Madrid en noviembre de 1929 y noticia de la que ya se hizo eco Antonio Barberán, la Tertulia El Codo, conformada por seis individuos que todas las tardes llegaban a última hora y, mientras descansaban sus cuerpos sobre el mostrador, consumían treinta chatos de manzanilla pero sin tapas, lo que motivó la exclamación de Chacón –¡Señores, de Villa Rosa al cielo!-, pero también originó la frase de Los flamencos no comen.
Ese titular, tan recurrente, lo encontramos por vez primera en la Revista Crónica en los albores de 1935, y alude principalmente a la tapa, arte culinario de los cocineros de Sevilla y Cádiz a la que define la publicación dominguera como «un modo distraído de comer sin darse cuenta», a más de satisfacer el apetito y reunir, ante todo, dos condiciones esenciales: «ser estimulante y nutritiva, que al mismo tiempo excite el apetito y lo comiente (sic), sin satisfacerlo del todo, para que el cliente no deje de comer y de beber».
La tapa llegó a ser, de hecho, el atractivo vital de un colmao. Ahora bien, «cuando veáis que un parroquiano consume la bebida y rechaza sistemáticamente las tapas, podéis apostar cualquier cosa a que aquel ciudadano inapetente es un flamenco». ¿Por qué?, se pregunta el autor de la revista. «Porque existe un postulado fundamental que dice así: los flamencos no comen. ¿Y por qué? Recordemos nuestros tiempos de estudiantes de Matemáticas: A es igual a B por definición. Pues bien: el flamenco no come en los colmados por definición».
Como axioma matemático, es una proposición evidente no susceptible de justificación, pero la explicación dada por el periodista es tan obvia como sencilla: «Los flamencos no comen porque ya el ser flamenco en Madrid no da para comer. Ni más ni menos». La respuesta era previsible en tiempo de crisis, porque cuando no hay pan sobran jaleos, emergencia que de nuevo castiga al sector y vuelve a repetirse en 2008 y desde que apareció en enero de 2020 la Covid-19. Entonces las juergas, que eran pagadas por la aristocracia, entraron en decadencia. Ahora, cuando unos comen para matar el hambre y otros para degustar, es la desigualdad de las ayudas la culpable de la mala salud de los profesionales no consagrados.
Pero sigamos deshilando el hilo propuesto, porque la evolución histórica demostraría que los flamencos seguían comiendo. Asomaron los festivales gastronómicos, que no nacieron por una cuestión de desquite, sino por conciliar comida y cante. Así, al socaire del plato típico del lugar, surgieron el Potaje, el Gazpacho, la Caracolá, la Berza, la Pringá, la Porra, la Urta, la Parpuja, la Cata, la Mistela, la Venencia, la Moraga, el Salmorejo, la Pipirrana, el Arranque, la Pringá, la Bellota, la Olla, la Poléa, etc., etc., etc. Y es que si a todos se les gana por el estómago, los flamencos no iban a ser menos, a los que, además, nos gusta rebajar la acidez del vientre con los buenos caldos de la tierra.
«Hay aromas en algunas peñas que te dejan la boca hecha agua, como los apodos de muchos artistas –Caracol, Mojama, Tragapanes, Chocolate, Camarón, Juan Habichuela o Chicharito, por ejemplo–, con tanta personalidad en el arte de cocinar lo jondo que te suben hasta el colesterol HDL, el bueno»
Guisos y condumios populares maridaron con los vinos y mejoraron, por tanto, la salud de los flamencos, a más de fomentar la cultura de dos artes que percibimos a través de los sentidos. Pero hete aquí que en 1962 es ministro de Información y Turismo el villalbés Manuel Fraga Iribarne, quien junto a Alfonso Rey, poderoso hostelero conocido por el remoquete de Alfonso Camorra, concibieron conciliar en los tablaos la buena comida con los ricos caldos y los platos típicos de la Villa y Corte.
La idea, que contó subvenciones y la ayuda del Plan de Desarrollo Económico y Social, se engrandeció con una inversión de 51.108 millones de pesetas en el período 1964-1967, con lo que, aprovechando el boom turístico, los tablaos, que primero aparecieron en Sevilla con El Guajiro (1951), fundado por Juan Cortés Hatton y el gitano extremeño apodado El Guajiro, y después en Madrid con Zambra (1954), del palentino Fernán A. Casares (Fernán Antolín Alonso Casares), contribuyeron, como los festivales, a la inauguraron de un nuevo tiempo flamenco.
Los tablaos se beneficiaron del boom turístico, fijaron para siempre el vínculo de amor entre el flamenco y los fogones, y fueron/son la universidad más prestigiosa del género, con lo que el viejo tópico de Los flamencos no comen –no comen cuando están en el escenario– se desmonta del mismo modo que se abate el estereotipo en el tejido asociativo, donde no encontramos hoy una Peña Flamenca que, además del clásico jamón, queso y aceitunas para regar el buen vino, se puede comer opíparamente aun a riesgo de salir con una pesada digestión.
La comilona y los duendes no casan. La buena comida, como el flamenco supremo, entra antes por los sentidos que por la barriga. Pero hay aromas en algunas peñas que te dejan la boca hecha agua, como los apodos de muchos artistas –Caracol, Mojama, Tragapanes, Chocolate, Camarón, Juan Habichuela o Chicharito, por ejemplo–, con tanta personalidad en el arte de cocinar lo jondo que te suben hasta el colesterol HDL, el bueno, el que no es perjudicial para la salud. Y es que, aunque sobran chef y faltan cocineros, los flamencos comen hasta por el nombre.
Imagen superior: plato de casco andaluz – Foto: Divina Cocina