Comienzo esta serie de cuatro artículos dedicados a aquellos elementos que logran que el flamenco suene a eso, a flamenco y no a otro género de música. Comenzaré con una de las cualidades del sonido: el timbre, el color. Las otras tres son altura, duración e intensidad. Muchos géneros musicales tienen en el timbre el perfecto aliado para marcar la diferencia respecto de otros géneros. Así ocurre en el jazz, muchos creen que con meter una trompeta con sordina o un riff de saxos más o menos elaborado y original ya están haciendo jazz, cuando en realidad lo que hacen es “fusilar” un elemento tímbrico muy extendido entre los músicos. Y lo aplican para dar el “cobazo” adecuado y hacer pasar por ese género un experimento más o menos comercial que poco o nada tiene que ver con esa música excepcional que nos legaron los músicos afronorteamericanos de Nueva Orleans tras lograr fundir convenientemente elementos del Ragtime con el Blues, desde allí a Chicago y de ahí a Nueva York, dicho sea grosso modo..
En el ámbito de lo “aflamencado” está muy extendida esa práctica. Por ejemplo, un rasgueo, unas palmas, ¡¡¡un cajón!!! (ay, qué socorrido es el cajón peruano), utilizados convenientemente en una grabación y ya nos están dando gato por liebre diciendo que su último disco es flamenkito. Y lo dicen en diminutivo y con ka porque en el fondo son conscientes de estar usando el nombre de “Dios” en vano. Todos hemos escuchado alguna vez cómo grupos de música popular, incluso de géneros más académicos y hasta de pura vanguardia, usan la atmósfera tímbrica del flamenco para tirarse el rollo de ser muy flamenquitos, jurando que su abuelo fue un buen gitano.
El flamenco se construye en base a una estética muy concreta. Es fácil reconocerlo debido precisamente a que su tímbrica lo delata desde el primer compás. Ha logrado, en su largo caminar de siglos cociendo a fuego lento la tradición musical de Andalucía, España y en general del mundo hispano de ambos hemisferios, otorgar carta de naturaleza a una expresión artística de gran envergadura. Y fue posible aunando, en un lenguaje con una sintaxis y gramática propias, todos los anhelos de la sociedad a la que representa. Una vez alcanzado el ideal sonoro todo fue coser y cantar, cantar por cualquier género de música dispuesto a adherirse a la estética llamémosla jonda, flamenca.
Veamos entonces cuál es el timbre propio del flamenco, qué elementos tímbricos lo hacen tan reconocible. Parámetros que son comunes a todo el género y que hacen de cualquier canción tradicional la correspondiente “versión” flamenca. Ya fuera cubana, guajira, asturiana, praviana, de Alosno o del Perchel malagueño. Todas las músicas del inmenso entorno cultural andaluz estuvieron a disposición de los artistas flamencos y con ellas fueron confeccionando un repertorio rico donde los haya. Sin trampa ni cartón, simplemente adaptando a la tímbrica propia de la estética jonda músicas cantadas, tocadas y bailadas al modo adecuado para integrarse al género nuevo, el flamenco. Estos parámetros pueden ser rítmicos, métricos, armónicos, melódicos, formales, pero de estos hablaremos en otros artículos, en este nos referimos solo a los tímbricos, a lo que suena indefectiblemente a flamenco, a los aromas jondos, a lo que se dio en llamar “soníos negros”.
«Hay muchos elementos tímbricos que colorean de forma muy específica la atmósfera sonora del flamenco. De siempre, el quejío de una voz, el ayeo que identificamos enseguida con lo jondo es un paradigma de esos “soníos”, la queja representa rotunda la estética flamenca. El jipío o el arte de ligar los tercios de un aliento. El rasgueo de una guitarra, las uñas pellizcando las cuerdas en un picado, el pulgar saltando sobre los bordones en una alzapúa o cantando una melodía a cuerda pelá»
Hay muchos elementos tímbricos que colorean de forma muy específica la atmósfera sonora del flamenco. De siempre, el quejío de una voz, el ayeo que identificamos enseguida con lo jondo es un paradigma de esos “soníos”, la queja representa rotunda la estética flamenca. El jipío o el arte de ligar los tercios de un aliento. El rasgueo de una guitarra, las uñas pellizcando las cuerdas en un picado, el pulgar saltando sobre los bordones en una alzapúa o cantando una melodía “a cuerda pelá”, el trémolo que desea alargar los sonidos de un instrumento de cuerda pulsada. Los pies zapateando con planta, punta y tacón, otro de los sonidos inconfundibles de lo flamenco. Cómo no, las palmas, abiertas o sordas, ingrediente necesario y el mejor aliado del compás en el flamenco.
Desde hace unas décadas, desde 1977, el cajón peruano que inunda de percusión los sonidos renovados del flamenco, el grave golpeando el centro de la galleta o los agudos chasqueando la zona superior se han vuelto imprescindibles. Pero también el sonido del bajo sin trastes impulsado por el gran Carlos Benavent, así como la melodía soñada por el soplador mayor del reino Jorge Pardo, tanto en el saxo como en la flauta se han convertido, por mor del Gran Jefe Paco de Lucía (ese sí que lo es), en santo y seña de un flamenco para el siglo XXI.
Y los ricos timbres vocales, la variedad que enriquece nuestra música, desde el susurro delicioso de Cobitos hasta el rajo sublime de Fernando Terremoto o Manuel Agujetas. De la agilidad increíble del maestro de maestros Pepe Marchena a la profunda sobriedad de Antonio El Chaqueta. De la creatividad inefable del Papa Antonio Chacón a los soníos negros del bohemio Manuel Torres, de la incomparable enciclopedia de La Niña de los Peines a la genial musicalidad de su hermano Tomás, de la titánica voz de Manuel Vallejo a la pureza íntima de Perrate de Utrera. De la inspiración de Caracol a la laboriosa misión de Antonio Mairena. Del color moreno del rubio de la Isla al personal granadino con cara de inglés, nuestro ronco inolvidable.
El legado precioso del toque, en composiciones inmortales para la sonanta, de Montoya a Melchor, de Sabicas a Ricardo, de Manolo a Paco, de Vicente a Rafael. De Miguel a Cepero. De Juan, Luis y Pepe, la pulsación preciosista de Graná. Maestros de la guitarra, escuderos y caballeros “tocantes” que marcan el paso de la evolución infinita del género flamenco.
Y cómo no hablar de los Antonios, Ruiz y Gades, de la genial Mercé y de Encarna, de la maestría insuperable de Pilar y de aquella gigante de un metro cincuenta, Carmen Amaya, de Farruco o Faíco, Mario y Güito, de los más recientes, de La Carrasco a Canales, Sara, Grilo, Eva, Barón, Molina o Galván. El baile, el embajador primero del arte flamenco por esos mundos de Dios. A todos ellos debemos el haber sabido transmitir cómo suena el flamenco, el de verdad.