Manuel Vega García El Carbonerillo (Sevilla, 1906-1937) nació en la calle Sol y murió en la calle Don Fadrique, ambas de Sevilla. Fue un niño prodigio del cante flamenco, siendo de los más populares de su tiempo, en la llamada etapa de la Ópera Flamenca, entre 1926 y 1936. Destacó sobre todo en el fandango, con un estilo propio, aunque cantó muy bien otros muchos palos. Sus letras lo inmortalizaron, todas ellas de amor o desamor, desgarradoras. Dejó una estupenda discografía, considerable para haber muerto con solo 31 años.
Carta al Carbonerillo
Le llamaban Carbonero,
malograo cantaó.
Sevilla entera lloró
la muerte del fandanguero
cuando Dios de lo llevó.
Querido y admirado maestro:
Me llamo Manuel Bohórquez Casado y no nos conocemos, aunque siempre he pensado que en una vida anterior fuimos amigos y que pude disfrutar de tu cante en privado en algún tabanco de la Alameda de Hércules, quizás en La Europa, donde solías cantar con Tomás Pavón, La Moreno, El Gloria y Juan Mojama. Era muy niño cuando una mañana escuché cantar a mi madre mientras lavaba en el lebrillo del corral, una letrilla que me conmovió:
Que los besos de una mare
no hay besos que sean tan dulces.
Que los besos de una mare.
Desde que murió la mía
nadie ha sabío besarme
como mi mare lo hacía.
Mi madre perdió a su madre, mi abuela Carmen, un año después de que tú murieras y justamente al lado de la calle donde dejaste de ver para siempre la venusta luz de Sevilla, en el Hospital Central. Mi madre tarareaba este fandango con una ternura conmovedora y al saber que la cantaba El Carbonerillo, un cantaor de la Macarena, siempre quise saber quién eras, además de un cantaor de fama. Me interesaba saber cosas de tu vida, de tus padres, tus abuelos, hermanos… En 1978, Pepe Carrasco puso en el mercado una colección de discos, Los Ases del Flamenco, y en esa colección había todo un elepé con tus cantes. Escuchaba ese disco de día y de noche y siempre acababa llorando como un niño. No eran solo tus letras, que eran como dardos clavados en el alma, sino tu voz, ese sonido lastimero envuelto en un velo de pena que me partía el alma.
«He venido a verte para decirte, Manuel, querido maestro, en esta mañana otoñal, fría y plomiza, que nada hubiera sido igual sin ti, sin tu cante y tu memoria»
En 1980, en la I Bienal de Flamenco de Sevilla, el ganador del Giraldillo, Calixto Sánchez, cantó uno de tus fandangos y Sevilla despertó de un profundo letargo. Era un fandango de tu amigo y maestro Pepe Rebollo, el de Moguer, en cuyo entierro estuviste con Pepito el Pinto, el Sevillano y el guitarrista Antonio Peana.
Por las lágrimas se va
la pena grande que se llora.
Por las lágrimas se va.
La pena grande es la pena
que no se puede llorá.
Esa no se va, se quea.
El maestro mairenero cantó ese fandango como si te hubieras metido en su cuerpo, con una fuerza y una emoción que hizo que todos los asistentes nos levantáramos de golpe, emocionados, muchos con los ojos llenos de lágrimas. Aquella noche, Calixto Sánchez te hizo regresar a Sevilla y en ese mismo instante, conmocionado, roto, decidí que tenía que buscarte para decirte que cambiaste mi vida. Que si era verdad lo que me decían, que el cante jondo era una emoción, la sentí por primera vez aquella noche en el Lope de Vega de Sevilla. Sin ser escritor, decidí escribir tu biografía y comencé a buscar a personas que te conocieron para que me dijeran cómo eras, al margen del cante. Quién era Manuel Vega García, aquel niño que nació en la calle Sol, en 1906, hijo de Manuel Vega Villar El Carbonero, del pueblo sevillano de Benacazón. Que vendías carbón por las calles, con tu padre, y que por eso te llamaban El Carbonerillo en toda Andalucía, desde la Macarena hasta la Cava de los Gitanos de Triana y desde Almería hasta Ayamonte.
Un día busqué a tu hermana Anita, que vivía en Pío XII, para que me contara cómo eras como hermano y como hijo, y la encontré. Era ya una mujer con muchos años, aunque bien llevados. Y guapa como ella sola. Estaba sentada en una mecedora, con el pelo recogido en un rodete y una moña de jazmines frescos prendida al moño con alfileres de nácar. Me contó que cuando trabajaba en la fábrica de telas del Marqués de Pickman te llevaba con ella para que fueras aprendiendo un oficio y que a la hora del bocadillo te subía a una mesa para que cantaras, y que los empleados lloraban de emoción por la cara abajo. Tenías solo 8 años y dice que ya bordabas los fandangos en hilo de oro.
«Ricardo, Pastora, el Pinto y Tomás me reciben como si estuvieran celosos del amor que siento por ti. A veces pienso que de noche, cuando en el cementerio solo hay gatos y sombras, os salís de vuestras tumbas y echáis un ratito de cante y de charla. Eso me consuela, Manuel, porque me atormenta que ya no estéis con nosotros»
Tu padre te llevó una mañana de domingo al Café Novedades, que estuvo en la Campana, para que te escucharan junto al Niño de Marchena y Pepito el Pinto, tu amigo de la infancia. El niño de la Pinta, ¿lo recuerdas? Esa mañana nació otra etapa del cante flamenco, la que traería años más tarde otra muy criticada, la Ópera Flamenca, pero que cambió para siempre el arte de cantar, bailar y tocar la guitarra.
En 1983, Diario 16, de Sevilla, me publicó toda una página con tu primera biografía, gracias a José Luis Ortiz Nuevo, que entonces escribía de flamenco en ese diario. Ni te imaginas lo importante que me sentí aquel día, porque recibí felicitaciones desde toda Andalucía. Nadie sabía casi nada de tu vida, solo esas cosas que se decían de ti, bulos casi siempre, sobre tus borracheras y altercados públicos, el motivo de tus letras y tu vida atormentada del último romántico del cante. En 1996, dedicado ya a escribir de flamenco en un periódico de Sevilla, El Correo de Andalucía, publiqué por fin tu biografía, un libro sencillo, sin muchas pretensiones, que presentamos en el patio de la Diputación de Sevilla, el antiguo Cuartel del Carmen, ¿lo recuerdas? Asistieron cientos de personas y cantaron artistas como Luis Caballero y Manuel Gerena. Se agotaron los libros. La gente se los llevaba por docenas para regalarlos a los amigos y aún hoy, veinticuatro años después, me lo piden desde distintos países del mundo.
He venido a verte para decirte, Manuel, querido maestro, en esta mañana otoñal, fría y plomiza, que nada hubiera sido igual sin ti, sin tu cante y tu memoria. Ni te imaginas lo que significas para decenas de miles de personas en todo el mundo, porque tus discos de pizarra, por los que cobraste cuatro gordas, llegaron más allá de las murallas de la Macarena, donde jugabas de niño. Tienes hasta una peña con tu nombre en la calle Torrijiano, esa en la que tanto soñaste con ser tan buen cantaor como Antonio Chacón o Manuel Torres.
«Si una noche quieres, busca a mi madre, Josefa Casado, que no está muy lejos de donde duermes. Dile que la quiero y cántale, si no te importa, aquel fandango de lo dulces que son los besos de una madre»
A veces vengo a verte al Cementerio de Sevilla y echo unas lágrimas viendo tu lápida, gentileza de tus sobrinos. Me siento en un arriate y estoy un rato charlando contigo, contándote cosas del cante actual. Luego, una vez desahogado, visito a Ricardo, a Pastora, el Pinto y Tomás, que me reciben como si estuvieran celosos del amor que siento por ti. Están a escasos metros de tu tumba. Muchas veces he pensado que de noche, cuando en el cementerio solo hay gatos y sombras, os salís de vuestras tumbas y echáis un ratito de cante y de charla. Eso me consuela, Manuel, porque me atormenta que ya no estéis con nosotros, los amantes del cante, para ayudarnos a encontrar una felicidad que se vende últimamente muy cara.
Te dejo hasta otro día, maestro, leyendo un poema de un poeta de Sevilla, Juan Sebastián, que muere contigo. Vendré otro día a contarte más cosas. Y si una noche quieres, busca a mi madre, Josefa Casado Rodríguez, que no está muy lejos de donde duermes. Dile que la quiero y cántale, si no te importa, aquel fandango de lo dulce que son los besos de una madre.
TU CORAZÓN ROTO
Hay un fúnebre velo en tu mirada
que la cubre como un presentimiento.
Un rumor de ciprés mecido al viento,
es tu cálida voz desesperada.
La más amarga y seca bocanada
de aire te atraviesa el sentimiento
y poco a poco llegas al momento
en que ya de tu voz no queda nada.
En un lento latido agonizante,
tu roto corazón, Carbonerillo,
va robando la sangre al propio cante.
Se han callado las manos y el martillo,
y tu voz en la muerte, ya triunfante,
se ha llevado con ella al fandanguillo.