¿Qué hace un gallego metido en el flamenco?
Le doy gracias al cielo por la vida que me ha dado, y me sigue dando, y poder enseñar a quien quiera lo que sé sobre el género musical más preciso y precioso de las Españas, arte al que profeso amor infinito, aunque sea galego.
El título de este primer artículo con el que inicio mi colaboración con Expoflamenco –gracias, Manuel Bohórquez– no es más que la pregunta estrella de mi vida flamenca, que va para cuarenta años (la otra es ¿qué diferencia hay entre las bulerías por soleá y la soleá por bulerías?). La verdad es que nunca me ha sorprendido.
Mi carrera flamenca empezó en Viena cuando, para ganarme la vida y poder pagar estudios y manutención en una ciudad cara carísima como la capital de Austria en los años ochenta, tuve que coger la guitarra y ponerme a cantar flamenquito apaleao en los clubs de música. Como en el país de los ciegos el tuerto es el rey, allí lo único que importaba era que, además de saber cantar y tocar, fueras español, y yo lo soy por los cuatro costados.
La preguntita de marras comenzó mucho después, cuando me hice cargo de la música en la Compañía Antonio Gades, primero los compañeros, pero enseguida comenzó a suceder en los viajes, en las cenas después de una función, en las entrevistas y, sobre todo, en Madrid, ciudad en la que viví muchos años. Cuando dejé la Compañía y me trasladé a Cádiz –cambié Gades por Cádiz– la pregunta era constante, hasta que mi amigo Javier Osuna un día soltó: ¿Pero hay algo más gaditano que un gallego? A partir de entonces suelto la coletilla de Javi siempre que alguien, cada vez menos, la verdad, me sale con la cancioncita.
«Acabé en la investigación y la docencia y, gracias a Gades, pude ser flamenco unos años, y por mor de Enrique y los Magos de Malasaña viví como un flamenco otros tantos. Para un gallego no está mal»
Como si los gallegos fuésemos negados para la cosa flamenca. He escuchado muchas veces ante un cante, falseta o pataíta, a modo de crítica: “Eso está pa Cuenca”. Y también, muy a mi pesar, “pa Pontevedra”, mi provincia. Aunque me consuela haber oído también “pa Pamplona”, siendo como es la patria chica del gran Sabicas. También he encontrado alivio al compartir nombre de pila con Faustino Conde, el guitarrero madrileño sobrino de Esteso, y con el gran Tino di Geraldo. Lo cierto es que jamás me he sentido un bicho raro. Yo, como dicen Los Van Van, soy normal, natural.
El flamenco cualquier día se nos muere de ombliguismo. La endogamia es muy nociva para las cosas del arte, sobre todo cuando es bien sabido que la música es una destreza. Nos hacemos músicos desde que desarrollamos el oído en el vientre de nuestra bendita madre (sobre el cuarto mes de embarazo). Ahí se pone el reloj en marcha. Si naces en Santiago de Jerez tienes más posibilidades de ser flamenco que si naces en Santiago de Compostela, está claro, pero no es suficiente nacer Porvera la muralla, todo depende, digamos, de la Divina providencia: “Tú, para el arte”. Si no, no hay tu tía, aunque tengas ocho apellidos jondos, si no te toca no hay nada que hacer. Y si te toca, puedes nacer en Shinjuku que acabas siendo artista. Que seas mejor o peor flamenco depende de ti, de las horas que dediques a forjar tu talento. En la sangre no está la cosa, por mucho que se la invoque en la cultura jonda, la hemoglobina no entiende de arte. La cosa está entre el índice divino y el oído humano. Para ser buen artista solo hay que ser sapiens-sapiens. Si has crecido cerca de la mata mejor para ti, pero todo el mundo puede llegar a ser un buen flamenco, tener o no tener talento, esa es la cuestión.
Si por el solo hecho de nacer en la gaditana calle del Mirador te convirtieras en flamenco, los ahí criados serían automáticamente artistas y los Bach –Johann Sebastian tuvo veinte hijos– formarían hoy un ejército de músicos. Olvídense. La música y el baile, y más el flamenco, son de tal dificultad que solo una afición absoluta –una total entrega– hace posible que se alcance el nivel suficiente para poder vivir del arte. Los bailaores y guitarristas son atletas y necesitan de ejercicio diario para lograr el nivel adecuado al mundo de hoy, y los cantaores… Ay, los cantaores.
«No hay tu tía. Aunque tengas ocho apellidos jondos, si no te toca no hay nada que hacer. Y si te toca, puedes nacer en Shinjuku que acabas siendo artista. Que seas mejor o peor flamenco depende de ti»
Cantar es otra cosa. El flamenco es el cante, se baila el cante y se toca el cante. El cuidado de la voz es necesario, por supuesto, pero las heridas de la vida se suelen quedar pegadas a las cuerdas vocales y vibran en cada tono, si no hay heridas, y esas las tiene todo el mundo, que también en esto hay quien cree que solo algunos elegidos tienen derecho a tener fatigas, el monopolio de la fatiga lo llamo, otro día hablaré de esto. Si no hay heridas, digo, el cante no surge, la jondura no se manifiesta. El cantaor –o cantaora, claro– además de una tremenda afición que le empuje a conocer el inmenso repertorio del flamenco, los cientos de variantes de los estilos para lograr moldear versiones personales, debe cuidarse la voz, pero no a través de ejercicios como los que hacen los cantantes de otros géneros, sino sabiendo administrar el aire, colocar la voz en el sitio para no hacerse daño –las heridas citadas las hace la vida, no se las hace uno pegando gritos, que en eso también hay confusión– a fin de que la carrera propia dure lo suficiente para lograr una vida digna, aunque hoy, tal y como están las cosas, ni por esas.
Bueno, pues eso, que aunque no me haya dedicado al cante, que me hubiese encantado de haberme criado en el ambiente adecuado, ni tampoco a la guitarra, de haber tenido las cualidades necesarias, aunque fui guitarrista con Antonio, o al baile, de haber empezado bien tempranito, acabé en la investigación y la docencia y, gracias a Gades, pude ser flamenco unos años, y por mor de Enrique y los Magos de Malasaña viví como un flamenco otros tantos. Para un gallego no está mal. Le doy gracias al cielo por la vida que me ha dado, y me sigue dando, y poder enseñar a quien quiera lo que sé sobre el género musical más preciso y precioso de las Españas, arte al que profeso amor infinito, aunque sea galego.