La vulnerabilidad de los festivales (I)
Respecto a los festivales de verano, aún sobreviven los (des)conciertos, es decir, aquellos que están organizados por quienes no son capaces ni de programar una comida campestre, por lo que tan doloroso es soportar la muerte que se les avecina que deplorable la incompetencia del organizador.
Aprovechando que viajamos durante la canícula por el tiempo formativo que nos tocó vivir, el de los festivales de verano, aún sobreviven los (des)conciertos, es decir, aquellos que están organizados por quienes no son capaces ni de programar una comida campestre, por lo que tan doloroso es soportar la muerte que se les avecina que deplorable la incompetencia del organizador.
Pienso, en tal sentido, que los indocumentados no han aprendido nada en estos catorce lustros. Porque los festivales de verano no son flor de un día. Llevamos 70 años apasionados y apasionantes. La historia no arranca el 15 de junio de 1957 cuando Utrera y sus flamencos crearon el I Potaje Gitano, sino que se remonta a junio de 1952 con el nacimiento del I Festival de Música y Danza de Granada, que es quien inaugura la última etapa del historiar jondo, sin olvidar otros eventos como el I Concurso de Fandangos de Huelva (16-1-52) o el I Concurso de Cantes de Cádiz por Alegrías (agosto de 1952), por más que sus antecedentes escénicos más determinantes fueran los Festivales de España Primaverales, celebrados en Sevilla en mayo y junio de 1955 y con figuras de la talla de Manuel Vallejo, Antonio Mairena, Perrate de Utrera, Pilar López, Fernanda y Bernarda, Juan el Cuacua, Fosforito, El Posaero o La Paquera de Jerez, entre otros.
Pero sus antecedentes formales fueron otros bien distintos. A saber: en 1954, se graba en Londres Cantes de Antonio Mairena with Manuel Morao guitar, donde aparecen aquellos cantes que marcarían la época que estaba por sobrevenir: la nochebuena de Jerez, tientos y tangos, alegrías y cantiñas, soleares de Alcalá, Utrera y Jerez, martinetes y tonás de Triana y seguiriyas. Pocos meses más tarde, aparecerían en París tres trabajos discográficos que, junto con el anterior, serían de una capital importancia para el cambio estético que se avecinaba en este arte. Estos fueron Deux Maîtres du Cante Grande, Rafael Romero y Juanito Varea, accompagnés à la guitare par Perico del Lunar; los Tesoros del Flamenco Antiguo, de Pepe el de la Matrona, y la más que socorrida Antología del Cante Flamenco, de Hispavox.
Los álbumes citados fueron secundados, a su vez, por otras actuaciones que cristalizaron a fin de dar forma a una nueva época, tal que el libro Flamencología (1955), de Anselmo González Climent, y su incidencia en el Festival de los Patios Cordobeses (1956) –hoy Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba–, amén del manifiesto de la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera (24 de septiembre de 1958) y, por supuesto, la decadencia que la época teatral venía sobrellevando desde los albores de los cincuenta.
Tampoco debemos olvidar otros certámenes que contribuyeron a perfilar estilos o a impulsar figuras, como el Concurso de Málaga (1962) o el Festival-Concurso Internacional de Arte Flamenco de Jerez de la Frontera (8 al 10 de mayo de 1962), donde se darían a conocer Los Chiquitos de Algeciras, Paco y Pepe de Lucía.
Estos eventos que preceden serían los cimientos. Pero sin perder la referencia de los festivales propiamente dichos, tras el de Utrera, ya en el decenio de los sesenta del pasado siglo, surgirían Berja (Almería) en 1960, Arcos de la Frontera y el Festival de Cante Jondo en el granadino Paseo de los Tristes (ambos en 1961), Mairena del Alcor y Écija (1962), Morón de la Frontera (1963), Lebrija (1966), Marchena, Puente Genil, Jerez de la Frontera, La Puebla de Cazalla y Almería (1967), Salobreña (Festival Lucero del Alba), Casabermeja y Pegalajar (1969), como los más antiguos de Granada, Málaga y Jaén, respectivamente, y tantos más que mantienen su vigencia hasta configurar un panorama donde, pese a los desfavorables efectos de los programadores, difícilmente encontraremos una comarca andaluza que carezca de tan atractivo evento.
«Somos dueños de nuestro destino, y lo construimos día a día con nuestras decisiones, de lo que se colige que es necesario conseguir que los festivales de la canícula sean resilientes. Recojamos, por tanto, la pericia, la trayectoria, el historial y la destreza del otro»
Pues bien, fueron estas localidades las que, compartiendo en su primer decenio de vida el protagonismo flamenco con los tablaos sevillanos y madrileños, se convertirían, gracias a sus promotores –Antonio Mairena y Jesús Antonio Pulpón– en los impulsores decididos de una novedosa propuesta que, a la postre, serviría de modelo y ejemplo para cuantos sobrevinieron después.
La organización desde aquellos tiempos remotos, corrió, como ahora, a cargo de los Ayuntamientos principalmente, y de peñas flamencas o asociaciones religiosas o culturales, compensando, desde el punto de vista histórico, un tiempo de vital importancia para el flamenco, ya que los festivales no sólo contribuyeron al rescate e imposición de los llamados entonces cantes básicos –a excepción del fandango, que lo es por derecho propio–, sino que estos eventos posibilitaron el interés de los medios de comunicación a partir de 1963 y el ennoblecimiento de aquellos artistas que abandonaron el cuarto o el tablao por el respeto de grandes públicos.
Son estos encuentros, por consiguiente, los que han confirmado la validez y fecundidad del flamenco durante la segunda mitad del siglo XX, sin perjuicio de que sus mantenedores montaran toda la urdimbre de sus espectáculos sobre lo que ellos consideran más viable, ya que comenzaron siendo semejantes pero distintos, destacando principalmente los pioneros, que hasta finales del pasado siglo no por ello llegaron a parecerse en su dificultad conceptual, ni tan siquiera en su complicación escénica o su presentación formal, ya que cada uno forjó su propia identidad personal.
Ya inmersos en el primer tercio del siglo XXI, en los festivales se sigue ofreciendo el flamenco de ayer en las voces de hoy, lo que, aun a sabiendas de que no existe relevo generacional, no reprime declarar que hay festivales en situación de emergencia. Y como la altura cultural es inaccesible para los organizadores verbeneros, no son pocos los que se ven superados por la incompetencia de sus responsables para resistir a los fenómenos de este nuevo tiempo. Ni tan siquiera son competentes para promover el pluralismo y contemplar las diferentes expresiones, como puede comprobarse en localidades de una misma comarca, donde los carteles se repiten hasta el hartazgo. Y si sus estructuras se fundamentan en inseguridades y espejismos, nulos para transmitir la información relacionada con la realidad del flamenco, no faltan los que, por el horrible impacto visual, están inhabilitados para escapar de la vulgaridad y la espuma ruin.
Las vulnerabilidades son, pues, las debilidades de quienes 70 años después, aún no se han enterado de que un festival flamenco es un activo cultural, un evento que precisa encontrar soluciones creativas, abandonar su vida ligada a ese pesimismo enfermo que nos impide valorarnos y, aunque sean imposibles de alcanzar por las mentes cortas de luces y menguada inteligencia, compartir las experiencias ajenas.
Somos dueños de nuestro destino, y lo construimos día a día con nuestras decisiones, de lo que se colige que es necesario conseguir que los festivales de la canícula sean resilientes. Recojamos, por tanto, la pericia, la trayectoria, el historial y la destreza del otro. A buen seguro que sacaremos las mejores conclusiones ante un tema tan complejo. Pero eso lo dejamos para la próxima entrega.
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