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Flamencos, el lenguaje importa

Los artistas y las compañías cada vez cuidan más sus espectáculos al mínimo detalle, pero muchos suspenden en algo que tiene más importancia de la que parece: los textos. La gran asignatura pendiente para la mayoría.


Imagínense lo que supone, hoy día, poner en pie un espectáculo. La oficina de producción de la compañía, echando humo. La peluquería, el maquillaje, el vestuario, los zapatos ¡llamad a los mejores! ¿Sonidistas? Solo los más fiables, no nos la podemos jugar. Con la iluminación igual. Un buen fotógrafo, que no falte. Y alguien que haga buenos vídeos, también: la imagen ahora lo es todo. Un mánager que nos mueva bien y que persiga a los ayuntamientos para que nos paguen. No te olvides de la escenografía, esta vez vamos a apostar fuerte con eso. El gabinete de prensa, que nos permita llegar a todos lados. El diseño de la web, para marcar la diferencia. ¡Y cómo no, las redes! Y los textos… ¿Quién iba a ocuparse de los textos?

 

Con demasiada frecuencia, los aficionados encontramos programas de mano o textos promocionales de una pobreza que contrasta con el esmero que los artistas ponen a otros aspectos de su obra. Una equivocación monumental. No hace falta insistir en lo importante que es actualmente comunicar bien, en diseñar mensajes sugestivos, atractivos, envolventes. Pero no nos referimos solo a eso. Se trata más bien de darse cuenta de la pésima imagen que transmite un texto desaliñado o lleno de erratas o, peor aún, de errores.

 

Y ese nos parece precisamente el problema central: que la mayoría no se da cuenta. De la misma manera que mucha gente no percibe si se va de tono o de compás, hay muchas personas que no son capaces de distinguir lo que está bien escrito de lo que no. Pero el hecho de no distinguirlo no evita que el daño esté hecho, porque el prójimo sí lo distingue. Estar alfabetizado no es lo mismo que saber escribir, como tener piernas no te convierte en bailaor, o poseer garganta no te transforma en La Niña de los Peines.

 

Hace mucho, los analistas de los medios de comunicación se dieron cuenta de un hecho evidente: una noticia que contenga una falta de ortografía en su titular, o un error gramatical, despierta en nosotros, los lectores, una sospecha inmediata. Tendemos a no creernos la noticia, porque si el periodista no ha puesto cuidado en el lenguaje, ¿por qué vamos a creer que lo haya puesto en comprobar la veracidad de los hechos, o en encontrar el mejor enfoque?

 

 

«No hace falta insistir en lo importante que es actualmente comunicar bien, en diseñar mensajes sugestivos, atractivos, envolventes. Pero no nos referimos solo a eso. Se trata más bien de darse cuenta de la pésima imagen que transmite un texto desaliñado o lleno de erratas o, peor aún, de errores»

 

 

Algo parecido nos sucede con los textos descuidados. Casi dan ganas de telefonear a la compañía de turno, si tuviéramos el número a mano, y preguntarles: si usted no grabaría nunca una nota desafinada, ¿por qué se permite escribir sin tildes? Si no dejaría pasar un ritmo cruzado de compás, ¿por qué tolera esas comas mal colocadas, esas frases de sintaxis descoyuntada? Si usted se esmera en que la coreografía sea perfecta, ¿no cree que podría dedicar un poco de su atención a discriminar entre cursivas y redondas y negritas, entre comillas dobles o simples?

 

No se trata de señalar a nadie en concreto, porque es un mal muy extendido, por desgracia. Pero podríamos un poco más allá de las simples incorrecciones, para demorarnos en la prosa. Todos hemos visto a primeras figuras representadas por textos de una cursilería mareante, ¿acaso dejarían pasar una música así de cursi o naif? ¿Por qué nadie les dice el flaco favor que hacen a su trabajo esos ripios? ¿Por qué no se aseguran de que alguien mínimamente capacitado ejerza un control de calidad sobre estos aspectos? ¿Acaso piensan que no importa?

 

Habrá quien arguya que, como el coronel de García Márquez, no tiene quien le escriba. Pero no es cierto. Alrededor del flamenco hay cientos de personas que podrían garantizar un mínimo estándar de calidad literaria. Estudiosos, escritores, periodistas, filólogos, ¿por qué no acudir a un profesional para evitar el ridículo? Les aseguro que, tal y como están las tarifas, nadie se va arruinar por echar mano de un profesional. Y es mucho más lo que hay que ganar que lo que se invierte.

 

Cuando era jovencito, me acerqué una vez a Rancapino y le pedí un autógrafo. El chiclanero me garabateó su firma junto a un lema que ha hecho fortuna, e incluso ha servido para titular un libro sobre él: “El flamenco se canta con faltas de ortografía”. Puede que sea cierto. Pero los textos, Alonso mío, los textos son otro cantar. 

       


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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