Aegina –Egina para los españoles– es una pequeña isla frente al puerto de Atenas, justo en el corazón del Golfo Sarónico. Esta isla, tierra del pistacho y fuente de los azules más venerados, será testigo, durante su segunda semana de octubre, del flamenco más anárquico y cercano que cualquier amante a este arte puede echarse a las vísceras en estos tiempos. Un humilde Woodstock greco donde los nombres y los números de los viajeros se dejarán en el vecino muelle del Pireo.

Las soleadas plazas de Aegina, sus bares de toda la vida, sus casas encaladas verán pasar, con sus penas y sus glorias, a un sinfín de artistas venidos de las cuatro paredes del mundo, porque serán guitarristas y bailaoras de España, músicos de la lejana California y la gran Brasil y por supuesto de los diversos rincones de Grecia. Todos y todas reunidos en torno a una misma mesa: homenajear la aventurada vida como la inesperada pérdida de Giorgos Papadopoulos, guitarrista flamenco que germinó de las viejas pero siempre recordadas cunas de lo jondo. La de Morón, la de Triana. Mirando, siempre de reojo, el tronco jerezano. Semillas fértiles que terminaron cuajando en las arterias del músico para siempre, transformando su existencia y la de aquellos que se atrevieron a acercarse al bohemio.

Helena García, precursora y alma del I Festival Greco Flamenco en Aegina, murió y resucitó en el islote mediterráneo gracias a Giorgos y al vuelo de los pájaros de la milenaria tierra. Este año, el primer año de ANDAMA y del encuentro, hará resucitar a su amigo con toda una serie de actividades –cursos, conciertos, conferencias- que harán de la isla, un corral de duende y zotikó donde arrimarse a lo que uno es. Un latido cretense, una falseta por soleá, una bulería de Jerez bailada en el aire.