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La cuesta del Guineo - Archivo Expoflamenco
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La cuesta del Guineo

Los gitanos somos herederos de los artistas/activistas educados en el franquismo que se acoplaron a las instituciones de la imperfecta democracia y que continuaron con las formas vitales que aprendieron en su niñez. Y esas formas, que en el fondo nos afectan a todos, están aún en la base de cómo entendemos la posición del flamenco en nuestras vidas.


Las maneras diversas de acercarnos a las cuestiones de la memoria y que, por supuesto, vamos cambiando a lo largo de las vidas determinan los posicionamientos que tenemos en los presentes. Y hete aquí que la visión fragmentaria de lo flamenco, con sus luchas parcelarias y de compendio de lo que agora llaman identitario y otrora fuera llamado de otras mil maneras, también está sujeta a los diferentes marcos de análisis, sean los actuales deconoloniales y el del género en Twitter, el de los procesos democráticos de memoria pública, el que cuestiona el mairenismo sin Mairena, el del estructuralismo de los árboles del cante o el de aquel marco de la simple acumulación de datos, cual sepulturero, de la lista de nacimientos y muertes de artistas flamencos que, en la vida y en el mundo, han sido. Uno es lo que va siendo y camina, a veces insomne, con el peso de lo que ha sido. Tal que así, acudimos a las historias de vidas de los artistas flamencos como contemporáneos Fernandos de Triana, a las colecciones de coplas (del papel a la web y la app), a la musicología (la europea y la “étnica”), a las epopeyas de las grandes historias del flamenco con sus ineludibles llamadas al acervo milenario que vaya, inexorablemente, de Gades a la Alameda, pasando por lo morisco neoandalusí, por lo negro atlántico y que lidie, mal que bien, con el asunto gitano. Reconozcamos, sin embargo, que la forma actual de la investigación en lo flamenco hace mucho nos obliga también al corsé de los papers de flamenco, de los abstracts de los congresos y  de las revistas científicas. Le dimos la vuelta a la flamencología para descubrir que seguimos sin saberlo todo. Y de mientras, el personal del 2020 se derrama en diatribas y trifulcas en los espacios de las redes, en las que unos se queman y otros miran, leyendo de reojo, a aquellos que están en las llamas de las ánimas benditas del purgatorio flamenco. Al tiempo, el jambo dueño de Facebook aumenta la gordura de su cartera con tus cuitas, las mías y  con la pelea del vecino de la peña flamenca que sigue sin cobertura legal para hacer un poco de ruido.

 

«El flamenco se convirtió, para los gitanos españoles, en la única posibilidad de explicarse frente al mundo: o mangante o cantaor»

 

Vayamos por partes, como los matarifes, y demos vueltas a las historias.

Francisco de Paula el negro, esclavo de Guinea o el Congo que perteneció hacia 1715 a Francisca Montes y Reina, la Flamenca, nos prestó su desconocida historia y su nombre para adornar una calle de paso junto a la Iglesia de la Oliva en Lebrija, al lado de la plaza del Hospitalillo, la de la Caracolá. Calle trasera, un poco oscura y proclive al secreto de los amantes, que le homenajea, a lo callado, desde el siglo XVIII. Y allí ha permanecido a la espera de quién sabe qué nuevas lecturas de las historias por contar, recontar y volver a mirar de las gentes de los pueblos de Andalucía. Conocí la historia siendo un adolescente en La patria de Nebrija, de José Bellido Ahumada, de quien entonces desconocíamos su participación como secretario en la Junta Militar de la Lebrija de 1936 y que se llevó por delante las vidas de más de 500 personas que continúan desaparecidas. Tampoco conocía la tan socorrida historia del cartel de la Venta del Caparrós, aquel que en 1781 anunciaba una fiesta, entiendo que la Casa de Postas de El Cuervo, donde rezaba que el demonio dormía en el cuerpo de los gitanos. No sabemos cómo fue realmente aquella fiesta, ni siquiera si eran gitanos de verdad o eran tal vez algunas de aquellas incipientes troupes de boleros que, pasando hambre, bailaran fantasías negro-gitanas por las ventas. No fue hasta que Gómez Alfaro publicó su investigación sobre la Prisión General de Gitanos de 1749 que supe, supimos muchos, que lo que se narraba en Persecución, de Félix Grande y Lebrijano, por más que hicieran más que muchos por divulgar una parte de nuestra historia, no era más que el triste prólogo del verdadero intento de exterminio de la población gitana española. Luego supimos que aquel proceso supuso la activación de un resorte que llevó a la creación de la afición a lo gitano, vertedero de las obsesiones españolas proyectadas en los cuerpos de los gitanos, pero que, andando el tiempo, adaptándose a los ritmos de la incipiente economía capitalista andaluza, se convirtió, cosas de la vida, y de la muerte, en santo y seña de Andalucía frente al mundo.

Y es aquí que empezamos a perdernos, pues el flamenco se convirtió, para los gitanos españoles, en la única posibilidad de explicarse frente al mundo. O mangante o cantaor. O personaje ridículo en las mil y unas historias de mierda del Género Andaluz y el Teatro Gitanesco o retratado en los reglamentos legales del Reino de España que te obligaba, básicamente, a negarte. Y apareció la flamencología, la previa a González Climent y Mairena/Molina, aquella que sembrara Demófilo y los demás repitieran, y ocupó el espacio de la historia de los Gitanos. Y yo maldigo esa paremiología que no es más que una continuación, con ínfulas de ciencia, de la afición a lo gitano. De la afición a lo gitano pasamos a la afición al flamenco. Todos queriendo tener el mejor sitio de la juerga. El del señorito.

 

«Los gitanos hemos aportado al flamenco, a la lengua española, a la gastronomía española y yo qué sé, hasta la forma de soldar los remaches de los cohetes de la NASA. ¡A la hoguera con las aportaciones!»

 

No importa realmente cuan libre pretendamos ser en nuestras creaciones flamencas actuales, sean de corte clásico repetitivo y ritual, o sean supuestamente experimentales. El imaginario flamenco necesita meterle fuego al encorsetamiento que le impide reconocer que coquetea, continuamente, con la muerte, que es objeto de manipulación desde el poder y que el caleidoscopio que, indolentemente, sigue promoviendo se pelea con la realidad que pretende reflejar. Yo no vivo en la Andalucía que narra, y canta, y baila, el flamenco. Nadie vive en esa Andalucía.

Por la parte que me toca, la de sentirme responsable de cuestionar la historia que me han dicho explica mi lugar en la Historia, me urgen y me queman cuatro ideas. La primera, la necesidad de cuestionar la noción en virtud de la cual los gitanos hemos aportado al flamenco, a la lengua española, a la gastronomía española y yo qué sé, hemos aportado hasta la forma de soldar los remaches de los cohetes de la NASA. ¡A la hoguera con las aportaciones! La historia, con todas sus pulsiones de poder, no funciona así. Pobre de nosotros si nos conformamos con las migajas de la teoría de la aportación. Segunda: la afirmación de que el flamenco deviene nueva identidad de los gitanos españoles y de origen español (incluyendo Portugal) debiera convertirse en un desafío a los esencialismos de cualquier tipo. Por supuesto, el andaluz, y el español. En un futuro no muy lejano, nuestros hermanos romaníes nos enseñarán, a todos, por qué el flamenco también les interpela. Tres, un cuestionamiento de las cronologías y geografías del flamenco, nos permitirá entender qué pasa detrás de los bastidores del flamenco: hay periodos en los que cuanta más producción artística gitana hay, menos se habla del racismo contra nuestras comunidades. Sea en los 70, o sea en la década de 1860. El flamenco ocupa. Ya lo dije antes. Y el poder lo toma como espacio simbólico de su narrativa: si le va bien a los artistas gitanos, los demás dejarán la guerra. Y por última, la cuarta: somos herederos de los artistas/activistas educados en el franquismo, que se acoplaron a las instituciones de la imperfecta democracia y que continuaron con las formas vitales que aprendieron en su niñez y juventud. Y esas formas, que en el fondo nos afectan a todos, están aún en la base de cómo entendemos la posición del flamenco en nuestras vidas. Se lo debemos a Francisco de Paula, el negro. Nos los debemos todos.

Imagen superior: FB de Miguel Ángel Vargas (reflexionen sobre ella)

 

Miguel Ángel Vargas

 

 

 

 

 

 


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