Fe debida: memorias flamencas de Luis Suárez Ávila (1)
Manolo Bohórquez me ha pedido que esboce mis memorias flamencas, poco a poco, dos veces al mes y en folio y medio cada vez. La idea me ha seducido y desde hoy voy a tratar de recordar lo que me llevó al flamenco y cuánto he podido vivir en ese mundo tan fascinante.
Yo, señor mío, nací en el Puerto de Santa María el 28 de septiembre de 1944, en una familia cristiana vieja, y, como todos los de aquí, desde la repoblación de Alfonso X hasta ahora, con amplias ascendencias de la montaña santanderina. Por parte de padre, mis bisabuelos, Luis Suárez Monasterio y Emilia Cofiño González, aunque naturales de Mieres, vecinos de Coó, en Los Corrales de Buelna, tuvieron a mi abuelo, Luis Suárez Cofiño, que arribó por aquí huérfano y dispuesto a montar su tienda de ultramarinos y coloniales, en una esquina estratégica. Por parte de madre, mis bisabuelos, Norberto Gutiérrez de Quijano, médico que estuvo en la Guerra de Cuba con Ramón y Cajal, que vino de Torrelavega ya casado con mi bisabuela Magdalena Rodríguez Madrazo y Calderón de la Barca, para hacerse cargo de la herencia de un tío de ésta, Francisco Madrazo, se quedaron para siempre. De la parte paterna, la otra rama es portuense de pura cepa y la materna también, aunque mis bisabuelos Bonifacio Ávila y María del Carmen González, durante una temporada que estaban pasando en Jerez, en una finca que tenían en la Carretera de Cartuja, tuvieron a mi abuelo Juan Ávila González, sobre el que me detendré. Prácticamente estuvo pocos días en Jerez y su educación estuvo confiada a los jesuitas, en el Colegio grande de San Luis Gonzaga, en El Puerto. Allí fue condiscípulo de Juan Ramón Jiménez, de Fernando Villalón, con quien tuvo una gran amistad, de Pedro Muñoz Seca y de Dionisio Pérez, que, además, hace a mi abuelo personaje en su novela La Juncalera.
Mi bisabuelo, dueño de una yeguada, mantuvo a su hijo en la afición a los caballos, en la que rompió como garrochista y un tanto paradigma de la vida desatenta, llegando a ser torero de afición. Conservo una crónica de septiembre de 1885, en que mi abuelo Juan toreó en La Habana, a beneficio de las Juventudes Constitucionales, en que quedó discretamente bien. En aquella época, mi familia tenía una gran casa en La Habana, en la calle Oficios, 88, en la que pasaba temporadas, hasta 1959, en que Fidel Castro la incautó. Mi abuelo fue amigo de don Luis Mazzantini, quien le dedicó una fotografía: “A Juan Ávila, que aunque no es torero, sabe torear”. Y amigo de Hermosilla, el torero sanluqueño, del que contaban que, estando en casa de mi abuelo, de la calle San Juan, apareció en la calle un toro desmandado. Hermosilla requirió a Enrique El Mellizo, que estaba con él, que se dirigiera a la jardinera de dos mulas estacionada en la calle y cogiera una muleta y un estoque del fundón. Hermosilla le dio unos lances de castigo y de una estocada hasta la bola terminó con el toro que había escapado del matadero y tuvo atemorizada a toda la población. De aquellas fechas, seguramente, es la fotografía de Enrique El Mellizo –sin sombrero– que mi abuelo Juan conservaba y que yo conservo como una reliquia.
Es rara la reseña de una fiesta flamenca en la que no conste la presencia de Don Juan Ávila. La Revista Portuense está plagada de crónicas flamencas en las que eran inevitables Francisco González Monge, Paco Villegas (primo de Rosario la Mejorana, aposentador en El Puerto de Fernando El Gallo y de sus hijos Rafael y Joselito), y de mi abuelo Juan. Entre ellas, una fiesta muy famosa en el Cortijo de El Gallo, con la presencia de Manuel Torre, y los dos hijos de Enrique el Mellizo, o de otra en el Cortijo de Las Beatillas, en que cantaron Pastora Pavón y Diego Antúnez. Por otra parte, Aurelio Sellé siempre me contaba las fiestas que había oficiado en presencia de mi abuelo y sus dotes como aficionado y entendido.
Decía, por todo ello, que mi abuelo fue paradigma de la vida desatenta. Nunca sentó la cabeza, hasta tal punto que mis bisabuelos, Norberto y Magdalena, se negaron siempre a que se casara con su única hija, Aurora, mi abuela. Tuvo que esperar hasta que mi abuela cumpliera la mayoría de edad, que la depositara en el Convento del Espíritu Santo y, que de allí la sacara para casarse en la Prioral, a las cinco de la mañana. Hasta que ocurrió el nacimiento de mi tía Aurora no se dieron las circunstancias para que reinara la paz familiar.
«Cuando rompí en aficionarme al flamenco, todos se acordaron de la vida y milagros de mi abuelo Juan Ávila y temieron por los derroteros en que podía desenvolverse mi vida»
A pesar de todo, me contaba un antiguo capataz, ”¡Con lo guapa que era Doña Aurora!”, mi abuelo mantuvo en Puerto Real a una señora apodada “La Pitita”. Y es que aquí todo el que tenía querida, la tenía en Puerto Real, villa a la que todas las burladas señoras de El Puerto llamaban refugium peccatorum.
Por otra parte, Don Juan Ávila fue persona de gran prestigio social y llegó, en política, a Teniente Alcalde del Ayuntamiento de El Puerto, en varias ocasiones. En sus mandatos fue un extraordinario gestor de la cosa pública y a él se debieron muchas obras que dieron un carácter más moderno a la ciudad y sobre todo benéficas, en lo que se distinguió.
En estas circunstancias, cuando rompí en aficionarme al flamenco, todos se acordaron de la vida y milagros de mi abuelo Juan y temieron por los derroteros en que podía desenvolverse mi vida. Sin embargo, debo mi afición al flamenco y a los caballos, en cierto modo, a mi madre, Mercedes Ávila Gutiérrez de Quijano, y a mi abuela Aurora.
Mi madre, desde muy pequeños, nos ponía a mis hermanos, a mí y a mis primos, en una gran gramola, placas de todo tipo: desde Fleta hasta Manuel Torre, el Pena padre, el Pena hijo, Pastora Pavón o Chacón, solamente por distraernos.
Mi abuela Aurora, teniendo yo unos siete años, compró a Agustín García Mier un caballo español, llamado Zacaté, “castaño encendido, lucero cordón corrido y cuatralbo”, que enganchaba en un coche en el que íbamos muchas veces a Puerto Real, a Las Canteras, a merendar y montarnos en los columpios que allí había. Chano Jiménez Nieto, antiguo cochero de mi abuelo Juan, fue el que puso en mis manos las primeras riendas, camino de Puerto Real, cuando casi no pasaban coches.