De Agustín El Melu y las metáforas gitanas de Lorca
Quinta entrega de FE DEBIDA: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila. ¡Qué razón tuvo Federico cuando dijo que desde Jerez a Cádiz solo son diez familias de la más impenetrable casta pura! En Agustín El Melu hay una muestra de esa endogamia y celo por la tradición de lo flamenco.
La tertulia de Agustín El Melu, a la que me llevó Breita, era de postín. La indumentaria de Agustín era impecable. Asistía a su tertulia con un traje azul y corbata, y alrededor de un velador se sentaban los demás. Allí se hablaba de todo: de lo divino y de lo humano. Y cuando ya se tenía arreglada la mitad del mundo, se disolvía la reunión hasta otro día en que se arreglaba la otra mitad.
Permitidme que ahora me refiera a la identidad de Agustín, remontándome a otros tiempos, que no viví, pero que terminé por conocerlos, de oídas, como si los hubiera vivido.
En Cádiz se ofició por los años mil novecientos treinta una reunión flamenca a la que asistió Federico García Lorca. Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana. Allí Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Florida, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión. Y en un ángulo, el imponente ganadero Don Pablo Murube, con aire de máscara cretense.
Por cierto que el inefable Juan Antonio Campuzano, el poeta de Puerto Real muerto hace unos cuarenta años, me afirmaba que los Florida era apodo supuesto por falta de memoria de Federico, y no son otros que los Melu de Cádiz, según confesión del propio Perico El Melu. Por su parte, Joaquín Romero Murube decía que el don Pablo Murube no existió, que era don Felipe Murube, el ganadero, el que ya en el año 21 proporcionó un balcón, en la calle Sierpes de Sevilla a Falla y a Federico y a Francisco García Lorca para presenciar el paso de las cofradías de la Semana Santa. Años después, el ganadero estuvo en la reunión de Cádiz. No podía ser otro que Felipe Murube, el único que por sus facciones podía tener aire de máscara cretense. El mismo don Felipe Murube que Fernando el de Triana cita como uno de los entendidos en cante en su Arte y artistas flamencos, en 1935, y el “Don Felipe Oruve” que cita malamente Antonio Mairena en sus Recuerdos.
«Cuando había que hablar de pintura, de teatro o de música, Agustín Fernández López El Melu dirigía sus tertulias hasta muy altas cotas del saber»
Federico dice en una entrevista que le hacen en el Mercantil Valenciano en 1933: «Desde Jerez a Cádiz, diez familias de la más impenetrable casta pura guardan con avaricia la gloriosa tradición de lo flamenco…». Ha caído de su peso: diez familias, de Jerez a Cádiz.
Agustín Fernández López El Melu, por los años 60, seguramente era ya sexagenario, o lo parecía. Es decir, que iba más o menos con el siglo. Había nacido en Cádiz, en una familia gitana, como Dios manda. Por Fernández descendía de su abuelo Pedro Fernández Fernández, conocido en San Fernando como Perico Piña y en Cádiz como El Viejo de la Isla, y su tía abuela fue María Fernández Fernández, María Borrico, dos impresionantes siguiriyeros. Por Fernández, era primo segundo de Ramón Medrano Fernández, gitano, concesionario del carro de la carne, que conocía toda la escuela de cantes de Sanlúcar. Por López, Agustín descendía de los López de El Puerto de Santa María, una familia gitana apodada Tabares, matarifes y carniceros, de los mismos López, aunque oriundos de Sanlúcar, que el de Juan José Niño López, el mayor romancista andaluz, gitano, nacido en 1859, de la familia portuense de Pedro Niño Boneo El Brujo, y hermano de otro romancista y rancio cantaor, Manuel Sacramento Niño López, tatarabuelo –¡lo que son las cosas!– de Josemi Carmona Niño, el de Ketama.
Toda la familia de Agustín, su padre y sus hermanos, José y Perico, fueron tablajeros, carniceros, y además, Agustín, novillero, sobresaliente en numerosos «mano a manos», criador y exportador de gallos de pelea, cantaor y, durante un tiempo, dueño de una taberna, santo lugar gaditano de la flamenquería, llamada El Burladero. Su hermana Milagros, bailaora, se casó con el guitarrista Víctor Rojas Monje, hermano de Pastora Imperio.
¡Qué razón tuvo Federico cuando concluyó con que sólo son diez familias de la más impenetrable casta pura…! ¡Desde Jerez a Cádiz! Ahí, en Agustín, hay una muestra de la endogamia y de la avaricia con que han guardado la tradición de lo flamenco.
Pues Agustín decía haber conocido a Lorca en aquella reunión gaditana y, como he escrito ya en otra ocasión, impartía y le oí la que yo llamo su «edición crítica oral» del Romancero gitano, en su cátedra de la calle Columela, en el Bar Andalucía, dentro, al lado de una de las ventanas, la de la izquierda, según se mira la fachada, en la tertulia que mantenía con José Brea, que había sido novillero, gallero y buen aficionado al cante, con otros cuantos no menos aficionados y los que por allí recalábamos.
Agustín El Melu –no se sabe de dónde lo había aprendido– decía que el Romancero gitano era un libro «mitológico y arcano». Y lo decía con propiedad. Afirmaba conocer el secreto de muchas imágenes y metáforas del Romancero de Lorca que habían escapado a la crítica literaria más circunspecta. Y lo acreditaba.
Por ejemplo, después de hacer un breve discurso sobre el culto a la virginidad de las muchachas de su raza, de la ceremonia ancestral de la boda, en que, de madrugada, una vieja gitana, la torera o matadora, doblando sobre un dedo un pañuelo blanco de seda, comprobaba la doncellez de la desposada, la desfloraba y los restos sanguinolentos del himen quedaban, tal cual tres rosas, en el pañuelo desplegado. Después de contar el júbilo de la comunidad gitana, por la comprobación de la virginidad de la novia, a la que se le subía en volandas, se le vitoreaba, se le aclamaba y se le colgaban las toronjas en el cuello y se le echaban cantidades verdaderamente industriales de almendras peladillas. Entonces se entonaba el canto cuasi sagrado de la alboreá:
En un verde prado tendí mi pañuelo;
nacieron tres rosas como tres luceros.
Esta noche mando yo,
mañana, mande quien quiera,
esta noche voy a poner
por las esquinas banderas.
Después de explicar todo eso, Agustín decía: Verde que te quiero verde. Equivale a decir Virgen que te quiero virgen. Sagaz interpretación de quien, como los de su raza, compara la virginidad de sus mocitas con el verdor de un prado. Y continuaba: El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña. Porque la virginidad es que cada cosa esté en su sitio. A renglón seguido, por ejemplo, la emprendía con el romance de San Gabriel, donde Lorca escribe: El niño canta en el seno/ de Anunciación sorprendida./ Tres balas de almendra verde/ tiemblan en su vocecita. Porque, decía El Melu, «las almendras que se le tiran a las novias gitanas son símbolo de la fecundidad».
Verdad, le dije yo, que había leído por aquellos entonces La rama dorada de Frazer, que decía que «la almendra hace concebir a las vírgenes; basta con ponerlas en su regazo». O que «los frigios representaban al padre de todas las cosas en forma de almendro. El almendro es el símbolo de la virilidad fecundante que engendró a Atis».
Cuando la emprendía con los versos ¡Oh, ciudad de los gitanos!/por las esquinas, banderas…, sacaba a colación la letra de la alboreá Esta noche voy a poner/ por las esquinas banderas.
«Agustín El Melu decía que era un libro mitológico y arcano. Y lo decía con propiedad. Afirmaba conocer el secreto de muchas imágenes y metáforas del Romancero de Lorca que habían escapado a la crítica literaria más circunspecta»
Volvía con lo de Alrededor de Thamar/ gritan vírgenes gitanas/ y otras recogen las gotas/ de su flor martirizada./ Paños blancos enrojecen/ en las alcobas cerradas… Y explicaba cómo Tamar era una mártir de la virginidad, como Santa María Goretti, y que las gitanas recogieron su virgo en un pañuelo blanco, en la alcoba, sin que los extraños pudieran entrar, como en las bodas gitanas.
Una vez, decía El Melu, vino aquí, a Cádiz, un doctor del Instituto Pasteur, de Francia, y confirmó que la saliva es el mejor curativo para las heridas, los rasguños y los eczemas. Fíjate que a los niños las madres les ponen saliva y le dicen: «Sana, sana/culito de rana;/ si no sanas hoy,/ sanarás mañana». Pues Lorca coge eso y dice: La Virgen cura a los niños/ con salivilla de estrella. Porque la saliva, mojada, da reflejitos, como estrellas, y porque la saliva es de la Virgen, es saliva del cielo, como las estrellas.
De «las altas barandas» y «los barandales de la luna», decía Agustín que había que tener en cuenta que en el cielo hay barandas y balcones, como se desprende del romance de Santa Catalina, Por las barandas del cielo/ se pasea una zagala…, y el villancico de que En el cielo se alquilan balcones/ para una boda que se va a hacé;/ que se casa la Virgen María/ con el Patriarca Señó San José.
Agustín todo esto lo decía con autoridad, remarcando las frases, dándole el son al verso, creyendo lo que contaba, misteriosamente. Sirvan estas líneas para presentar a Agustín Fernández Melu y su forma de expresarse. Y es que, cuando había que hablar de pintura, de teatro o de música, Agustín dirigía sus tertulias hasta muy altas cotas del saber.
Ocurrió, sobre el año 1987, que estando unos días en mi casa la actriz de teatro Mari Paz Ballesteros se empeñó en ir a Cádiz en el vapor. Fuimos y recalamos por la tertulia de Agustín. Todos puestos en pie, saludaron a la actriz, inclinándose y besándole la mano, pues eran, sobre todo, unos señores. Y la conversación, por la presencia de la actriz, derivó sobre teatro. En el curso de la misma se habló de El divino impaciente, de Cuando las Cortes de Cádiz, de Pemán, de Los intereses creados… Y surgió el nombre de Don Jacinto Benavente. En ese momento, alguien de la tertulia que yo no conocía se dejó caer con la afirmación de que “ese era maricón”. Agustín, contrariado, cogió al tal, y, en un aparte, le recriminó, comiéndoselo con la vista: “¡Hombre, no digas eso, que hay una señora delante! Di pederasta, di pederasta. Con lo que Agustín lo terminó de arreglar.
Imagen superior: Juan Vargas, Caracol el del Bulto y El Melu
José Javier León 1 junio, 2021
En este artículo hay media docena de errores que empiezan ya a doler. Christopher Maurer aclaró uno con sencillez (la de los sabios, la de los extranjeros sabios) hace mucho tiempo. Otros los hemos dilucidado autores más ignorantes.
Los Florida o Floridas, dale. No hubo Floridas ni fue un olvido de Lorca. Dale con Eloísa, la aristócrata caliente (el daño que puede hacer una coma mal colocada). Vuelve la reunión flamenca en Cádiz. Pero si es invención de Lorca, elaborada con retales de cosas vividas u oídas. G. Lorca era, no se nos olvide, poeta, creador, fabulador. Los Floridas no eran los Melu, jamás fueron los Melu, porque no hubo Floridas ni Melus con Federico. Señores, hay que leer las últimas ediciones, no las primeras. Los estudios lorquianos avanzan, como avanzan los estudios flamencos: gracias a la suma de conocimientos compartidos.
Pero, quia. Filólogos. Para qué.
Luis Suárez Ávila 1 junio, 2021
Estimado señor León: Cuando uno se ha informado, de primera mano, de José Espeleta, hijo de Ignacio; de Perico y Agustín los Melu; de Joaquín Romero Murube; de Juan Antonio Campuzano…gentes contemporáneas de los hechos, no tiene por qué dudar de ellos. Dudo, en cambio, de personas que no han amasado con sus manos los datos obtenidos de gentes fidedignas.