La frescura de Alejandra Pachón
Ayer, en Lebrija, en la preciosa Peña Flamenca Pepe Montaraz, me senté a tres metros de Alejandra para que me diera con el baile en la cara. Lo de esta joven me pareció el principio de un milagro: el prodigio de comprobar que el buen baile está ahí, en el aire, para que alguien con talento lo haga carne y
Alejandra Pachón es una bailaora madrileña de 27 años que ha pasado por la Fundación Cristina Heeren y que, además de tener un gran talento bailando, escribe de maravilla sobre el arte flamenco en nuestro portal. Me fascinan su madurez, para tan pocos años, y, sobre todo, su capacidad para bailar sin calcar a nadie. Tiene personalidad, algo que escasea en el baile, y va desde el clasicismo más encantador a la nueva escuela sin descomponer ni una cosa ni la otra. La primera vez que la vi bailar en vídeo me llamó la atención su frescura. No me refiero a creatividad, sino a capacidad para hacer tuyo el baile de siempre con impronta personal.
Bailar, sea el género que sea, es como pintar en un lienzo con los brazos o las caderas, en vez de con pinceles. Y puedes calcar un paisaje hasta rizar el hiperrealismo o reinterpretar el horizonte cambiando lo que no entiendes. Ayer, en Lebrija (Sevilla), en la preciosa Peña Flamenca Pepe Montaraz, me senté a tres metros de Alejandra para que me diera con el baile en la cara. Quería ver de cerca cómo iba manchando el lienzo, por seguiriyas, para acabar el cuadro con una bulería llena de gracia, que era el barniz que fijaba los brochazos.
«De una manera sencilla, fresca y armoniosa, Alejandra bordó unas maneras flamencas que se nos escapan por entre las yemas de los dedos. Salió envuelta en el velo de la soleá y mostró una fusión de gestos, poses, replantes y miradas de complicidad con el cuadro y el público»
Vestida de flamenca, no de espantapájaros, parecía que se había criado en el pequeño escenario de la peña. Ni Pilar López hubiera aprovechado los espacios con tanto talento. Cada pose suya, alguna quizá demasiado forzada, era para congelarla y estudiar con detenimiento la composición de una puesta en escena sencilla y austera, pero atrayente. La difícil sencillez, que diría un sabio.
En el primer baile, la seguiriya, estuvo demasiado tensa y con miedo a no gustar, creo. Pero una vez que se refregó el cante de Luis Vargas El Mono y la guitarra de Jesús Álvarez Jesule por la piel que dejaba al descubierto una preciosa bata de baile con delantal, salió envuelta en el velo de la soleá y bailó para poner la peña a su nombre. Era una fusión de gestos, poses, replantes y miradas de complicidad con el cuadro y el público. Me acordé de una cosa que me dijo Farruco una tarde en su academia de Su Eminencia: “Bailar no es intentar que el baile te pertenezca, sino que tú le pertenezcas al baile”.
De una manera sencilla, fresca y armoniosa, Alejandra bordó unas maneras flamencas que se nos escapan por entre las yemas de los dedos para dejar paso a algo que tiene más de plástico que de piel. Si el flamenco no tiene una piel que sienta y mude de color y de temperatura, es cualquier cosa menos flamenco. No sé si fue porque estaba en Lebrija o porque el día se prestaba a admirar la belleza, pero sin ser una actuación completa, lo de esta joven me pareció el principio de un milagro: el prodigio de comprobar que el buen baile está ahí, en el aire, para que alguien con talento lo haga carne y le preste un corazón.