El arte del ¡arza y toma!
El mundo entero quiere aprender a cantar, a bailar y a tocar la guitarra, a conocer los estilos, las escuelas, los secretos del arte. Hace unos días el frutero de mi barrio se lamentaba de la ruina que tiene desde que decenas de vecinos disponen de una parcela municipal para tener su propio huerto.
Definitivamente, los cursos se han puesto de moda en el flamenco. Desconozco el dinero que mueven, pero tiene que ser un capital porque hay cientos en todo el mundo a lo largo del año. No es nuevo esto de los cursos en el arte de lo jondo, aunque lo parezca. La célebre Amparo Álvarez Rodríguez La Campanera, la bolera que nació en la Giralda de Sevilla en 1828, los daba ya en la propia torre de la Catedral. Iban los extranjeros y las extranjeras a tomar clases y Amparo no solo les enseñaba a bailar, sino que les explicaba los estilos de la escuela bolera y les hablaba de los principales maestros del género. Además, los enseñaba también a hacerse los trajes típicos de baile de la época. Lo que se dice una mujer emprendedora, una pionera de los cursos. Otro pionero fue el guitarrista sanluqueño Paco el Barbero, que se afincó en Sevilla en los ochenta del XIX y montó una academia por San Esteban en la que no solo enseñaba a tocar la guitarra, sino a conocer su historia. Esto mismo lo hacía también el cantaor Antonio Silva El Portugués, que también fue profesor de guitarra. Eloísa Albéniz, la mujer de Arturo Pavón –el hermano mayor de la Niña de los Peines–, me contó que El Portugués daba clases de cante por Santa Catalina, que enseñaba a cantar tanto a extranjeros como a lugareños. O sea, que los cursos no son un invento de nuestros días.
Los hay de todas las disciplinas, hasta para aprender a darse una pataíta con arte. Sin embargo aún no he visto anunciado ningún curso para aprender a jalear o a decir ¡olé!, que también es un arte. ¿Cuánto podría cobrar El Bo de Jerez por enseñarle a un guiri a decir “¡Échale papas!”, que lo dice como nadie? Lo que le diera la gana. El vamos allá, eso sería de tarifa baja, porque está más quemado y entraña menos dificultad. Y el ¡arza y toma!, lo mismo. Son formas clásicas de jalear a un cantaor o a una bailaora. Ahora se ha puesto de moda lo de silbar y raro sería que no saliera alguien anunciando un curso para eso, para silbar a compás. A compás, sí, que en el flamenco tiene que ir todo cuadrado, medido. Otro curso curioso sería el de pelar gambas a compás, que de eso saben mucho los flamencos. El Niño Gloria, el cantaor de Jerez, era un maestro cogiendo las lonchas de jamón en el aire, que no es nada fácil. Y Paco el Gandul pelaba un langostino de Sanlúcar solo con los dientes, sin tocarlos con las manos. La necesidad, que era muy mala.
Hoy no hay tanta necesidad como había antaño, pero sí ingenio. Si habrá agudeza, que Juan el Camas, el cantaor sevillano, enseñó a una japonesa a cantar el tirititrán de las alegrías al revés. ¿Por qué al revés, Juan?, le pregunté. “Porque así tarda más en aprenderlo”, me respondió, con los ojos como monedas de veinte duros. Más listo que el hambre.
Está bien esto de los cursos, es una buena manera de ganarse la vida y, de paso, de dar a conocer las distintas técnicas de un arte difícil. El mundo entero quiere aprender a cantar, a bailar y a tocar la guitarra, a conocer los estilos, las escuelas, los secretos del arte. Esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes, claro está. La ventaja es que se crea afición en el mundo. Por tanto, consumidores de flamenco que vendrán a Andalucía a dejar su jurdó. El inconveniente, que este arte tan difícil acabe estando al alcance de todos en cualquier parte del mundo, que a lo mejor no es un inconveniente, no lo sé con seguridad. Hace unos días el frutero de mi barrio se lamentaba de la ruina que tiene desde que decenas de vecinos disponen de una parcela municipal para tener su propio huerto. No sé, es una reflexión.
* Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 24 de febrero de 2016