Completando la trilogía: el baile
Los artistas del baile son, en general, los reyes de la vanidad y el engreimiento. Pero son los que nos hacen felices dentro y fuera de los escenarios. Los grandes currantes del flamenco, los más trabajadores.
Los artistas del baile son, en general, los reyes de la vanidad y el engreimiento, que viene a ser lo mismo, aunque también son los más afanosos. Pregúntenle a una bailaora sobre qué ha aportado al baile y te responderá con otra pregunta: “¿Serías capaz de decirme tú qué no he aportado?”.
La Cuenca se vistió de hombre para bailar porque inventó eso de “antes muerta que sencilla”. Lo de vestirse de hombre para bailar lo andaluz es algo que ya hicieron antes algunas boleras. Dicen que al célebre Miracielos se le torció el cuello de tanto verse bailar, de lo presumido que era, que no fue por un desgraciado garrotazo. Y acabó creando una nueva estética, una pose personal que aún sobrevive. A Antonio el Pintor, el bailaor sevillano de San Juan de la Palma, padre de Lamparilla, le preguntaron una vez en Madrid que por qué le llamaban el Pintor y respondió que porque pintaba bellas estampas cuando bailaba, negando que era en realidad pintor de brocha gorda. Si avanzamos un poco en el tiempo nos encontramos con petulantes empedernidos como Antonio el Bailarín o Carmen Amaya. La gran bailaora catalana no aceptaba bien las malas críticas y hubo un crítico de Madrid al que un día se le ocurrió decirle a tan notable bailaora que no sabía bailar con bata de cola, que le sobraba la prenda. Hasta ahí podíamos llegar. Rabiosa y herida en su orgullo calé, en su próximo espectáculo estrenó una bata de cola de cinco metros y como sabía que el crítico de marras ocupaba siempre la primera fila del patio de butacas, se lio en la cola y después de un gran zapatazo se la echó encima al plumilla.
Más adelante nos encontramos con maestras y maestros que se dedicaron a fabricar réplicas de ellos o ellas mismas para perpetuarse en el tiempo como grandes docentes. Si Marchena aceptó la etiqueta de Maestro de Maestros, Manuela Carrasco hizo lo propio con la suya, La Diosa. Incluso en uno de sus espectáculos la pasearon por el proscenio sentada en un trono. A Mario Maya no le gustaba que le llamaran bailaor si no era con la coletilla de coreógrafo y, a ser posible, sin olvidar que era Premio Nacional de Danza. Joaquín Cortés, presumido y presuntuoso donde los haya, dijo una vez que había llevado el baile más lejos que Antonio el Bailarín. Tan lejos que acabó perdiéndolo, seguramente en Marte. Y Antonio Canales. Bueno, el maestro Canales es Dios, sin más discusión.
Pero al margen de estas apreciaciones personales, lo cierto es que las bailaoras y los bailaores son los grandes currantes del flamenco, los más trabajadores. A diferencia de los intérpretes del cante, que en su mayoría esperan ser llamados sin más, los del baile crean sus espectáculos, con sus coreografías y todo, se montan sus cursos para hambrientos de saber marcarse una pataíta por bulerías y, en definitiva, se lo trabajan a diario. Son además los más competitivos del género y suelen estar al corriente de lo que hacen los demás, de ahí que vayan a verse los unos a los otros, algo que no ocurre en el cante, salvo en casos concretos. En resumidas cuentas, claro que los flamencos son vanidosos y que algunos acaban endiosándose, porque son intérpretes de un arte muy difícil, uno de los más difíciles que existen, por su complejidad. Muy pocos tienen abuela y, por tanto, se publicitan ellos mismos en las redes sociales y fuera de ellas.
Son nuestros queridos y maravillosos vanidosos del arte universal, los que nos hacen felices dentro y fuera de los escenarios, quienes les dan sentido a una vida que sin ellos casi no tendría mucho sentido. Son los flamencos, casi nada. Un respeto.
* Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 15 de enero de 2016