Una década sin Mario Maya
Jamás he conocido a un artista flamenco tan culto como Mario Maya. No alardeaba de ello, pero tenía una enorme cultura. Estuve tres o cuatro días con él en Nueva York y cuando paseábamos por esta ciudad me iba contando la vida de grandes genios de la música, el teatro y la literatura.
Me dio la noticia de su muerte el compañero Antonio Ortega Rubio. Dos días antes había hablado con Mario por teléfono para que me permitiera ir a verlo a su casa y me dijo que esperara unos días, “a ver si tengo mejor cara”. Él sabía muy bien que no volveríamos a vernos, porque estaba sentenciado. Nada más saber la noticia de su muerte llamé a Pepe Yáñez para que me contara los detalles y apenas pude articular palabra con él. Quería mucho a Mario, como a un hermano, y creo que él a mí también.
Estaba siempre solo en Sevilla, en su enorme casa de la Puerta de la Carne, y me solía llamar para ir a beber mosto a Valencina o para que viéramos juntos algún partido de futbol. Nunca le dije que no a sus propuestas de este tipo, porque me preocupaba su soledad y, sobre todo, porque con Mario se aprendía mucho y no solo de baile, de flamenco en general y de cosas de la vida: el arte, la política, el ser humano, la naturaleza…
Siempre he dicho que he tenido dos grandes ídolos en el baile: Antonio Montoya Flores El Farruco y Mario Maya Fajardo. Y tuve la enorme suerte de ser amigo de los dos. A pesar de ser gitanos, eran muy distintos y no sólo en la manera de bailar. Farruco era un gitano muy apegado a las raíces de su pueblo, casi del siglo XIX, intransigente y de una sinceridad que impresionaba. De la misma edad, Mario también adoraba las raíces de los suyos, pero lo justo como para no olvidarse de dónde venía y quién era. Para que lo entiendan mejor, Farruco veía el mundo desde una pequeña ventana, y Mario desde una cristalera o un faro.
Jamás he conocido a un artista flamenco tan culto como Mario Maya. No alardeaba de ello, pero tenía una enorme cultura. Estuve tres o cuatro días con él en Nueva York y cuando paseábamos por esta ciudad me iba contando la vida de grandes genios de la música, el teatro y la literatura. Cuando se refería a sus maestras y maestros, hablaba de ellos siempre desde el respeto y la admiración sin fisuras. De Pilar López, por ejemplo. “Tengo de ella el sentido de la disciplina”, me dijo varias veces. Mario pensaba que sin disciplina y organización no se podía llegar a nada en el baile, y menos tener una compañía.
Tenía dos cosas Mario que le acarrearon no pocos problemas. Era excesivamente crítico y muy exigente, quizá de una forma desmedida. Se creía con el legítimo derecho y la autoridad de ser crítico, por su trayectoria y experiencia. En los últimos años de su vida le gustaban pocas cosas. Íbamos juntos a los espectáculos de la Bienal y no disfrutaba de casi nada. Y acababa contagiándome. “Ya te leeré mañana, pero esto ha sido…, bueno, ya te leeré”. Por la mañana, cuando había leído la crítica –era un lector habitual de El Correo de Andalucía–, me llamaba o me mandaba un correo para ponerle peros o para felicitarme. “Tienes más valor que El Guerra”, solía decirme casi siempre.
El mundo del baile admira en general al maestro, pero creo que aún no es consciente de su importancia. No vendría mal reconocer su trayectoria y aportación en una ciudad como Sevilla, en la que vivió años y donde creó muchas de sus obras. Murió también en Sevilla. Le encantaba la capital andaluza por muchos motivos, pero sobre todo por su historia flamenca. “Sevilla es baile”, decía, reconociendo el valor de sus grandes figuras del género, desde Miracielos hasta Farruquito. Íbamos por la Alameda de Hércules y se emocionaba hablando de Antonio, La Macarrona y La Malena.
Me parece mentira que hayan pasado ya diez años de su muerte. Cuando queremos parar el tiempo, es cuando vuela más deprisa. Cada día recuerdo a Mario por algún motivo. Nunca lo voy a olvidar.