Rancapino o una declaración de amor
Se nos están yendo los maestros, las referencias, pero Alonso sigue con nosotros y canta todavía para emborracharse. No lo echen en olvido, porque un día se irá y el recuerdo no da pellizcos.
Tengo mis debilidades, y una de ellas es el maestro Rancapino. Don Alonso Núñez Núñez, nieto de El Obispo y de La Obispa, hijo de Orillito y de la gracia y el sabor. Sin apenas fuelle, aún es capaz de cantar como Dios, como demostró el pasado sábado en Conil en solo dos fandangos. Allí recibió un merecido homenaje, pero no voy a hacer la crónica del festival sino a contar cómo conocí a este histórico del cante jondo y qué vivencias he tenido con él en los últimos cuarenta años, que han muchas, demasiadas para poder contarlas aquí.
Si la memoria no me falla lo escuché por primera vez en un festival que se celebró en Triana a finales de los setenta. Rancapino era entonces un cantaor joven y con una enorme fuerza. Aquella noche cantó por soleá con tanto gusto y sabor que temblaban las piedras de la Cava de los Gitanos y también las del Zurraque. Tanto me gustó y me conmovió que mandé una carta al programa de radio de Miguel Acal, Con sabor andaluz, que leyó en directo. Y en esa carta ya anunciaba mi intención de seguir a este cantaor por todos los festivales, que entonces hacía muchos.
Una de las virtudes que admiro de Alonso es su sencillez. Jamás ha alardeado de nada, cuando podría, porque casi fue el inventor del temple en el cante. Es imposible cantar ya más despacio, casi como toreaban Curro Romero o Rafel de Paula, llevando siempre el compás a su sitio justo, vocalizando a la perfección y sin dar voces, que una cosa es elevar el tono y otra pregonar pescado. De eso hablaba en la carta que le mandé a Miguel Acal hace cuatro décadas, y sigo pensando lo mismo: el maestro de Chiclana lleva el cante como los costaleros de Sevilla llevan a la Macarena o El Cachorro.
Cuando por fin lo conocí personalmente y empezamos a saludarnos en festivales o fiestas privadas, creció considerablemente mi admiración hacia su cante porque descubrí a la persona. Alonso es un pedazo de pan bendito, con una gracia natural única y una humanidad extraordinaria. Si tuviera alguna responsabilidad en esto de dar trabajo a los artistas flamencos, que no la tengo, lo contrataría para que les hablara a nuestros jóvenes del cante y los intérpretes, sin que cantara, solo para que contara sus vivencias con todos los grandes del flamenco de los últimos sesenta años.
¿Qué hace Rancapino en su casa o dando paseos por Cádiz? En este arte mandamos muy pronto a los artistas al trastero, en cuanto pierden facultades o pasan de moda. Es una soberana injusticia, porque en el caso de Rancapino está estupendamente e incluso canta aún con ese estilo suyo tan característico. Y además puede contar tantas anécdotas y vivencias, sin haberlas leído en los libros, que te puedes olvidar del reloj. Cuando falte, porque nadie vive eternamente, dirán que fue único, un artista genial y un cantaor de locura. Y hablarán de él como hablan de Juan Talega, Aurelio Sellés, El Chaqueta o Caracol.
Últimamente lo veo mucho y me asombra su resistencia para alternar con los amigos en unas reuniones de las que jamás se va sin cantar con una enorme generosidad por su parte. Está tieso como una mojama -¿alguien de su corte ha muerto con dinero?-, pero es rico en amigos y admiradores. Y en admiradoras, que he visto no hace mucho en el Barrio de la Viña de Cádiz cómo lo paraban por las calles para fotografiarse con él. Rancapino es un conquistador nato, un galán. Qué alegría verlo andar por Cádiz sin dejar de bichear.
Se nos están yendo los maestros, las referencias, pero Alonso sigue con nosotros y canta todavía para emborracharse. No lo echen en olvido, porque un día se irá y el recuerdo no da pellizcos.