El cante y las voces de mi vida
Dedicado a los artistas del cante que llegué a alcanzar y que fueron fundamentales en mi vida. Casi todos se fueron ya, aunque nunca se van del todo.
La pasada semana recordaba a algunos de los artistas del baile que me marcaron y me metieron el baile en la sangre. Se quedaron muchos en el tintero, porque es imposible nombrarlos a todos en un artículo. Me pasará lo mismo en el artículo de hoy, dedicado a los artistas del cante que llegué a alcanzar y que fueron fundamentales en mi vida. Casi todos se fueron ya, aunque nunca se van del todo.
Aunque se haya puesto muchas veces en duda, uno de mis primeros amores flamencos fue Antonio Mairena, al que he criticado bastante y lo seguiré haciendo cada vez que se encarte, porque mi trabajo es la crítica. Por otra parte, Antonio fue también muy crítico con otros cantaores y con casi todo en general. No siempre entendí esta faceta suya, pero con el tiempo he llegado a entenderlo.
Tardé en abrir mi corazón a Antonio Mairena, quizá porque empecé muy joven a ser aficionado y me entraron antes otros artistas más jóvenes. Cuando no había cumplido aún los veinte años, me gustaban Camarón, Gabriel Moreno, Menese, Lebrijano, Morente, La Marelu, María Vargas, Turronero, Chiquetete, José el de la Tomasa y El Chozas. Alguien muy querido por mí me invitó un día a que me fuera algo más atrás en el tiempo y que escuchara a Juan Talega, Antonio Mairena y La Niña de los Peines.
La primera vez que escuché cantar a Juan Talega, en discos, reconozco que me quedé estupefacto porque no entendí esa voz tan desgastada, aunque con tanta profundidad. Supe en seguida que era algo fuerte e importante, pero que necesitaba tiempo para encajar ese cante tan puro. Me ocurrió algo parecido con el propio Antonio Mairena, citado ya. Curiosamente, el maestro terminó gustándome a partir de un recital de su hermano Manolo en la Peña Flamenca El Chozas, de Sevilla.
Hoy, Antonio Mairena y Juan Talega son dos de mis referencias más importantes. Igual que lo son Perrate, El Sordera, Terremoto, La Paquera, La Perla de Cádiz, Juan Villar, Chano Lobato, Manuel Agujetas o Rafael Romero. Si no salieran más cantaores o cantaoras, podríamos mantenernos miles años con los citados hasta ahora. Lo digo por mí y el que quiere que me siga y que no, que tire por donde quiera.
Pero todo cambió en mi vida cuando descubrí a Antonio Chacón, Manuel Torres, la Niña de los Peines, su hermano Tomás, Manuel Vallejo, Marchena, Caracol, El Carbonero, Pepe Pinto, El Sevillano, Manolo Fregenal, Antonio el de la Calzá o Canalejas de Puerto Real. Más tarde a Cepero, El Peluso, Antonio el Chaqueta o la Niña de la Puebla.
Todos los citados hasta ahora, y todas, me convirtieron en un aficionado abierto a disfrutar de las diferentes escuelas que existen. Y eso me permite hoy disfrutar también de Arcángel y, a la vez, Jesús Méndez o El Torta. Nunca entenderé a quienes se quedan con una sola escuela e incluso con una única voz. Es como si comiéramos solo puchero o sopa de pescado, renunciando a una buena chuleta de ternera o a un salmorejo cordobés.
A veces me han preguntado que si me tuviera que ir a una isla desierta a morir de viejo, qué cantaora o cantaor me llevaría. Haría como Noé ante el diluvio universal: construir un gran barco y meter en él todos los discos que pudiera, de intérpretes de todas las escuelas y sonidos. Y si me viera obligado a llevarme solo los discos de un solo cantaor, que espero que no, no lo dudaría. Me llevaría todo lo que tuviera que ver con Tomás Pavón.
Aquí se acabó el carbón.
Que nadie encienda la fragua,
que ha muerto Tomás Pavón.