Sabijondos
El origen del flamenco no existe. Solo hay infinitos momentos, muchos inconexos. Pero hay quien está convencido de que ha venido al mundo a redimir la ignorancia, una suerte de mesías cañí, el sabijondo por excelencia.
Cuando hablamos del origen del flamenco nos equivocamos, ya que el flamenco no surgió de la noche a la mañana por generación espontánea. Debemos referirnos a los orígenes de los estilos que conforman el género flamenco. Cuáles cristalizaron primero, definir los matrices y los derivados de esos. Vengo defendiendo desde hace unos pocos años, en analogía con la ley de Lomonósov-Lavoisier, que la música, como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Que está todo inventado, vaya. Que quien crea que hay que sacrificarlo todo por ser original pierde el tiempo. Es verdad que un artista que se precie de serlo debe poner su sello en lo que hace, debe ser capaz de trazar un estilo propio, tener acento personal, pero nunca a costa de sacar los pies del tiesto. Una cosa es darlo todo por el arte con personalidad, y otra muy distinta ser un nota, marcar la diferencia a base de hacer de vientre sobre el escenario.
A lo que vamos. La música, el flamenco también, evoluciona día a día, golpe a golpe, así se hace el camino. Por lo tanto hay un flamenco de 1920 y otro de 1880, uno de 1940 y otro de 2020. Hay tantos géneros flamencos como olas rompen en la arena. Sin embargo, tendemos a preferir aquel que nos tocó vivir más intensamente. Quien vivió la época dorada de los festivales siempre preferirá esa a cualquier otra época, y perjura que no ha habido ni habrá otra mejor. La fea costumbre de creerse ombligo. Ya lo decían los Enteraos del Selu: yo sé una mijita de flamenco porque ma tirao treinta años…
«Para sumergirse en 1860 hay que intentar comprender cómo pensaban los protagonistas de esa historia. De ahí que sea tan necesario que se invente de una vez la máquina del tiempo. Hasta entonces, todo son elucubraciones»
Al tema. Lo cierto es que hay tantos flamencólogos como flamencos. Aquí, el que más y el que menos tiene bien amueblada su cabeza respecto a cualesquiera cuestiones se interpongan en su discurso. Nada quiere que altere su discurso. Para todo tiene respuesta. Y si algún dato de última hora viene a desmontar su opinión sobre un determinado asunto, si es preciso se saca de la manga, cual prestidigitador jondo, otro dato que auxilie su descabalgamiento del pollino. Como aquel que me espetó un día que por qué me empeño en estudiar el pasado del flamenco si es bien conocido y todo está clarísimo. O aquel otro que me dio toda clase de detalles de cómo su abuelo había tocado el cajón, y que de peruano nasti. Con estos mimbres es complicado intentar que nuevos vientos logren pulir la costra de ideas fijas, asentadas como cimientos egipcios, a la luz de nuevas perspectivas que surgen producto del análisis histórico.
Al lío. Indagar en los años en los que se gestó la música jonda es una vocación. Solo te dejas los ojos buscando si hay algo por dentro que te mueve a hacerlo. Pero investigadores los hay de muchas clases. Está quien solo pretende hacerse un sitio entre los de más prestigio y, si puede, acceder al panteón de los mejores. Los hay que se dedican a esto por puritica vanidad, sin más pretensión que ronear de sabijondos en congresos y reuniones, encuentros y conferencias. Sin olvidar los que solo quieren dar por saco creyéndose el oráculo de la pureza, la salvaguarda de las esencias. O quien está convencido de que ha venido al mundo a redimir la ignorancia, una suerte de mesías cañí, el sabijondo por excelencia. Y después están los mangones, que hacen libros y artículos a costa de lo que otros investigan, de esta especie los hay a puñados. ¿Y qué me dicen de esos a quienes les cuentas algo y al día siguiente vienen campanudos a contártelo de vuelta? Con to la cara. Estamos rodeados.
«Hay tantos géneros flamencos como olas rompen en la arena. Sin embargo, tendemos a preferir aquel que nos tocó vivir más intensamente. Quien vivió la época dorada de los festivales siempre preferirá esa a cualquier otra época»
Que me desvío. El origen de un género musical es inaccesible. Los investigadores somos forenses que indagamos entre las cenizas de un incendio, como dice mi paisano Miguel Anxo Murado en La invención del pasado (Debate, 2013): «No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego, sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente, dispersándola (la ceniza)». Nos gusta imaginar lo que ocurrió hace dos siglos con la mentalidad de hoy día. La cualidad más inusual entre los historiadores, y seguramente la imprescindible, es la capacidad de abstracción. Para sumergirse en 1860, en la década prodigiosa de nuestros tatarabuelos que dijo Gamboa, es muy necesario saber empaparse de aquellos años e intentar comprender cómo pensaban los protagonistas de esa historia. De ahí que sea tan necesario que se invente de una vez la máquina del tiempo. Hasta entonces, todo son elucubraciones. Miles de datos más o menos ordenados que te permitan estar siempre preparado a dar respuesta a las cuestiones que continuamente plantea la afición.
Centrémonos. El origen del flamenco no existe. Solo hay infinitos momentos, muchos inconexos, resultado de interpretaciones de toda índole. Que si triángulos que delimitan el territorio jondo, repertorio atribuido a este y no a aquél porque sí, razas y culturas con quienes estamos en deuda, y olvidados, millares de cantaores, guitarristas, bailadores y poetas que han caído en el pozo del olvido, sin tener a nadie que reviva su memoria. Tenemos cincuenta nombres bien aprendidos y no queremos más. Como aquel que no quería conocer a mas personas porque ya tenía el cupo de amigos completo, el pobre.
«El origen de un género musical es inaccesible. Los investigadores somos forenses que indagamos entre las cenizas de un incendio»
En resumen. Solo nos resta imaginar lo que pudo pasar para que un buen día, o mejor, un buen año, se empezase a cantar por alegrías, por alegre, que así se decía entonces. Cómo aquello gustó al común y accedió a pagar por escucharlo, cómo decidieron unos pocos elegidos a aprender a cantar, tocar y bailar dichas cantiñas y cultivarlas para ganarse la vida. Cómo, ante la demanda de repertorio, aparecieron también la soleá, la rondeña y las seguidillas del sentimiento.
En fin. Ayer acabé de escribir la primera versión de mi último libro. Ahora me quedan seis meses revisando cada detalle, cada idea, cada hipótesis, cada propuesta de replantear lo establecido. Y todo para que venga el sabijondo de turno y te ponga a caer de un burro porque en la cita 365 has interpretado un determinado hecho histórico de forma que no concuerda con lo que él tiene en mente, y te denuncia públicamente pidiendo casi que te metan en la cárcel por tal afrenta. Pero si son cuatro días y dos está lloviendo, pichón.
Imagen superior: cantaora y tocaores de un café cantante – Nuevo Mundo, octubre 1908 – Archivo Flamencópolis