El Beni en el año de la guasa
La gracia es una cualidad humana que no está al alcance de cualquier flamenco. Para ello hay que ser artista y, además, relator, saber referir la vida de las palabras. Y en ese sentido, no he conocido mejor contador de ocurrencias que Beni de Cádiz.
Me refería Tío Agustín el Melu, allá por 1984, que los gaditanos tenían la gracia y los sevillanos íbamos de gracioso. Y para refrendarlo, buscaba la complicidad de Ramón Jarana mientras contaba lo que le pasó a La Gorda, de magnánimos pechos y de apetito voraz que, sin filete que echarse a la boca, amenazaba con quitarse la vida. “¡Voy a dejar por escrito por qué me quito la vida y me tiro al mar!”, decía. A lo que le contestó El Melu: “No te preocupes, no escribas ná, que con que dejes el sujetador colgao en la muralla se entera to Cái”.
La gracia ha sido tan esencial para la supervivencia en Cádiz como el conocimiento, aunque algunos la confundan con tener ángel, que significa tener encanto, caer bien, emitir buenas vibraciones, ser atrayente o tener carisma. Pero la gracia es una cualidad humana que no está al alcance de cualquier flamenco. Para ello hay que ser artista y, además, relator, saber referir la vida de las palabras. Y en ese sentido, no he conocido mejor contador de ocurrencias que Beni de Cádiz.
Benito, nieto del Niño de la Isla y hermano de mi íntimo amigo Amós Rodríguez Rey, fue un hombre cargado de ese saber popular que deshacía conclusiones apresuradas y que contradecía con sus recuerdos –vividos o inventados–, observaciones de gracia resueltas con un cierto semblante de patricio romano y aprendidas desde su nacimiento en el gaditano barrio del Mentidero el 26 de enero de 1930.
Fue llamado el Vittorio Gassman del flamenco. Era generoso, disparatado y se reía hasta de sus propias desgracias. Simbolizaba las travesuras de un niño grande. Tenía un pronto y ángel para dar y tomar, papel que aminoró su calidad cantaora. Pero Beni, alumno destacado de la escuela peripatética de La Caleta, no tenía gracia, era la gracia, y a veces tan surrealista que le daba la misma importancia a un chiste que a un cante.
Salvo los tres días que estuvo sin dirigirme la palabra por lo que ocurrió en Puente Genil, a Beni siempre le escuché la ocurrencia a flor de labios. Le preguntabas por los años que tenía Cádiz, y contestaba: “¡Mira si será antigua, que no tiene ni ruinas!”. También decía: “Cuando Dios creó el Paraíso, lo primero que hizo fue llenarlo de hierba”. Si te interesabas por su salud: “Tengo azúcar, canela y clavo, además de colesterol”. Y si le preguntabas quién era el monstruo de los monstruos, contestaba que el doctor Fleming.
«Beni de Cádiz fue un hombre cargado de ese saber popular que deshacía conclusiones apresuradas y que contradecía con sus recuerdos –vividos o inventados–, observaciones de gracia resueltas con un cierto semblante de patricio romano y aprendidas desde su nacimiento en el gaditano barrio del Mentidero el 26 de enero de 1930»
Hablaba, además, en diminutivo, y cuando murió Franco le preguntó el polifacético José Antonio Garmendia –compañero en Diario 16– que por qué se había hartado de llorar: “Mira, Antoñito, porque teniendo lo que tenía, a mí no me dejó nada. ¡A ver, titi, si no es para hartarse de llorar!”.
Con El Cojo Peroche fue a una fiesta por orden de don Fernando, un gaditano acaudalado. Les dieron una tarjeta con la dirección de don Fernando, y al llegar al domicilio se encontraron con Fresa, un perro que era “el hermano mayor del león de la Metro”. Ante los estruendosos ladridos del can, la sirvienta no paraba de llamar la atención del perro: “Cállate, Fresa, cállate”. No más abrir un poco la puerta, apareció Fresa con las babas colgando de la boca y “con más dientes que el Museo de Ciencias Naturales de Londres”. El Beni corrió tanto que el Cojo, al día siguiente, le preguntó: “Benito, ¿adónde ibas tan corriendo?”. Y el Beni le contestó: “Por esa casa no vuelvo hasta que no me cambien el postre”.
También con El Cojo Peroche daba un paseo por Cádiz y le iba explicando el significado de todas las placas que recuerdan a las personalidades ilustres. Cuando llegó a casa de don José María Pemán, no más leerle el rótulo de la fachada, le preguntó al Cojo: “¿Qué pondrán en mi casa de la calle Hércules cuando me muera?”. Y le dijo el otro sin dudar: “¡Se vende!”.
Según me contó Manolo Barrios, una vez estuvo escayolado de la cintura al cuello, y Emilio Segura lo invitó a su programa de Radio Nacional, que estaba en la calle San Pedro Mártir. Beni le dijo que así no podía ir, pero Emilio insistió tanto que buscó un taxi. Estaban los dos en el Bar Pinto, en La Campana, y a los taxistas no le gustaban los trayectos cortos, así que el chofer iba cabreado y corriendo, pegando vaivenes, pero al llegar a la calle San Eloy, que tenía el pavimento de pena, le dijo el Beni mientras botaba en el taxi: “Maestro, tenga usted un poco de cuidadito que le voy a llenar el coche de escombros”.
Pero también desbarraba, como cuando en el XIV Festival de La Mistela, en julio de 1985, acabó su actuación diciendo: “Ahí se quedan ustedes, con vuestros muertos”. O en la IV Bienal de 1986, que apareció ebrio con un babi blanco por entre el público del Hotel Triana cantando el pregón de las moras de la Isla, de Macandé. Benito cayó en un charco y su hermano Amós, sentado junto a mí, avergonzado, no sabía dónde esconderse.
«A Benito se le truncó la esperanza de alcanzar su último y más anhelante sueño: enseñar teatro a la juventud, porque para él toda la vida cabía en un teatro. Con guasa, pero teatro al fin»
El colmo del desatino ocurrió el 14 de agosto de 1989 en el XXIII Festival de Cante Grande de Puente Genil. Salió pasadas las seis de la madrugada, sin puntilla, y señalando a Manolo Brenes, le dijo al público: “Este es mi guitarrista, que tiene más cuernos que el despacho de un marqués”. Y a continuación añadió: “Para finalizar quiero que repitáis todos conmigo: me cago en los muertos de Pulpón”.
Aquella noche tiró hasta el dinero. Lo conté en mi periódico, Diario 16, y tres días después, cantó en el XXIII Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera. Hablamos, y me reconoció que lo de Puente Genil estuvo muy feo. Estaba arrepentido y me dijo que lo pusiera en el lugar que me diera la gana para cantar. Había diez cantaores y lo puse el cuarto. Estuvo irreconocible, también con Manolo Brenes, con el que dejó unos cantes de La Moreno irrepetibles.
En los albores de los noventa, abusó del histrionismo. Se metía el micrófono en el bolsillo de la chaqueta y daba más hojas que frutos, aparte de no olvidar sus travesuras, como en el Pregón del Carnaval de Cádiz de 1991. La gente le pitó por una actuación desafortunada y sin gracia, improvisada, y con Jesús Quintero como apuntador.
Pocos días antes de morir lo entrevistó el compañero Paco del Río, y Perla, con quien contrajo matrimonio cinco días antes de morir, lo puso al teléfono. Empezó a relatar su enfermedad, que si “una gastritis, luego una embolia en la pierna, pero que a base de masaje y de paciencia me voy a curar”. Y remató diciéndole: “¡Ojalá tuviera yo aquí a Rovira, el masajista del Cádiz, un fenómeno de la Naturaleza para estas cosas!”.
Pero no pudo superar el cáncer de hígado. El 22 de diciembre de 1992, se despidió para siempre en su domicilio sevillano de la calle Asunción. Sus cenizas fueron esparcidas por el Atlántico desde la playa de La Caleta de Cádiz. Aquel año fallecieron Camarón, Perrate de Utrera, El Pati de Triana, Tragapanes, Enrique Ortega alias Caracol, Ángel de Álora, el Jero de Jerez, y un montón más. Todos dejaron sus empeños en el arte. A Benito se le truncó la esperanza de alcanzar su último y más anhelante sueño: enseñar teatro a la juventud, porque para él toda la vida cabía en un teatro. Con guasa, pero teatro al fin.
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