De flamencos y felahmengus: ¿hay moros en la costa? Capítulo 1: las bases
Pues parece que la influencia moruna en el flamenco es más bien escasa y difícil de concretar, si es que queremos evitar la vaguedad de la retahíla «dejaron su huella moros, judíos y cristianos».
→ Nota del autor: en las tres entregas sobre el asunto habrá enlaces e hipervínculos. Pido disculpas y benevolencia al sufrido lector. El fin no es otro que documentar lo escrito.
La cara: Fernando el de Triana (Sevilla, 1867 – Camas, 1940) mantuvo en los años 30 un contacto estrecho con Blas Infante en Coria del Río, donde vivían ambos. El artista flamenco, prácticamente retirado, regentaba un chiringuito con el que se buscaba el sustento. Blas Infante Pérez de Vargas (Casares, 1885 – Sevilla, 1936) se hizo construir en 1931 su Dar al-Farah –«Casa de la alegría» en árabe–, una recargadísima fantasía oriental que nada tiene que ver con la sobriedad propia de la casa andaluza. Hoy es un museo de la Junta de Andalucía.
Fue pocos años antes, pues, de su vil ejecución cuando Blas Infante animó al veterano cantaor y tocaor a escribir su libro.
Solo parte del manuscrito del imprescindible Arte y artistas flamencos estaba en el archivo de Infante mecanografiado por él, así que, como indica Manuel Bohórquez en su biografía de Fernando el de Triana (La sonanta, Caja San Fernando, 1993, págs. 73-96), «no fue el padre de la patria andaluza el único que ayudó a Fernando en la paciente labor de mecanografiar y ordenar cuartillas. La mitad del libro de Fernando lo corrigió y ordenó el conocido escritor Tomás Borrás, gran amigo suyo».
Tomás Borrás y Bermejo (Madrid, 1891-1976) fue un controvertido periodista (autor de los falsificados documentos secretos de Borrás, determinantes en el alzamiento de 1936) que cubrió la I Guerra Mundial y la guerra de Marruecos, crítico teatral, polígrafo, cronista oficial de Madrid y destacado falangista. Aficionado al flamenco, ayudó a Fernando el de Triana a recopilar muchas de las fotografías que aparecen en el libro. Como conocía el mundo de la farándula (su mujer era la tonadillera Aurora Mañanós La Goya), no le costó trabajo contactar con Antonia Mercé La Argentina, que organizó un festival flamenco-literario para recoger fondos que sufragaran la publicación del libro, que editó en 1935 la madrileña Imprenta Helénica.
Blas Infante escribió para Arte y artistas flamencos un epílogo que no apareció finalmente en él. Lo rescató Manuel Barrios de su archivo y puede leerse en el mencionado libro de Bohórquez y en la reedición de la obra de Blas Infante Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo (Junta de Andalucía, 1980). Sí se incluyó en cambio un «Preludio al cante de Fernando» escrito por Tomás Borrás. No sabemos con certeza por qué se descartó el texto de Infante y se aceptó el de Borrás. Bohórquez apunta a que quizás influyera en ello la mayor afinidad política de Fernando el de Triana con Borrás.
«Mientras que Blas Infante defendía el origen morisco del flamenco, Tomás Borrás dejó escrito en el preludio de ‘Arte y artistas flamencos’ que «ni la revelación del flamenco ni su apogeo se deben a influencias árabes, ni indias, ni checoslovacas»»
Vamos a la cruz: puede ser también que la causa de aceptar un texto en vez del otro se deba a motivos distintos. Primeramente, el estilo de Borrás era bastante más depurado que el de Infante. En segundo lugar, este último solo atendía a la vertiente trágica de lo jondo. En cambio, Borrás albergaba una visión más amplia del flamenco, «porque es un pueblo el que grita de pena o de júbilo». Finalmente, mientras que el casareño defendía el origen morisco del flamenco, el madrileño dejó escrito en el preludio que «ni la revelación del flamenco, ni su apogeo se deben a influencias árabes, ni indias, ni checoslovacas». Debió de haber rivalidad entre el notario y el periodista. Así se entrevé cuando este último escribe: «Enemigo del arte flamenco ha sido ese prejuicio de los cultos de archivo y redichos de librería que le suponían estancamiento de formas orientales o litúrgicas, en vez de comprobar sus fuentes maternas, desde el Cuervo hasta la desembocadura del Guadalquivir». Tengo para mí que la discrepancia sobre los orígenes del cante pudo ser la causa principal de la elección de un escrito frente al otro. Y también que Borrás fue quien se ocupó de buscar fondos para la edición.
Bohórquez cuenta que Fernando el de Triana regentó un restaurante en Nador, así que debió conocer bien la realidad marroquí del momento. Lo mismo le pasaba a Tomás Borrás, que fue corresponsal del diario El Sol durante la Guerra de Marruecos de 1920, fundador de El Eco de Chefchauen y director del diario tangerino España. Recomendable es su novela La pared de la tela de araña (Marineda, 1924), ambientada en Tetuán, Xaouen y Yebala.
Blas Infante, por su parte, viajó a Marruecos en 1924 a asuntos bien distintos: localizar las tumbas de Al Mutamid y Boabdil. Había, pues, perspectivas diferentes: Fernando el de Triana y Borrás vivieron en Marruecos para buscarse la vida por lo que fueron con los ojos puestos en la realidad. Blas Infante iba en pos de un pasado mítico.
El libro de Fernando el de Triana no es en ningún modo especulativo. Cuenta lo que conoce de primera mano, como artista veterano que es, pero no formula ninguna hipótesis sobre los orígenes del flamenco, cosa que sí hace Blas Infante. Este, en Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo (escrito entre 1929 y 1933), quiere explicar la «in-formación (sic) musical de una historia trágica o de la historia de una tragedia» (págs. 19-20). Con un estilo farragoso y criticando –a veces con soberbia– a Felipe Pedrell, Machado y Álvarez, Falla, Rodríguez Marín y Julián Ribera entre otros, reformula la pregunta de los orígenes del flamenco y, como si de una novela de misterio se tratase, e invocando a un «método científico» que niega a sus predecesores, va buscando la solución. A la mediación del libro escribe con desparpajo (págs. 60-61): «Pero… a mí no me está permitido imaginar, ahora que me propongo llegar a hacer objeto de razón aquello que sólo lo fue, hasta lo presente, de imaginaciones». Más tarde argumenta con párrafos estupefacientes como este (págs. 76-77):
«Es el mismo individuo lirizado (sic), sus propios estados psíquicos o espirituales encarnados en formas sonoras, sin más ley que la fluencia libérrima de temperamentos no reprimidos. Tiene el perfume de las libres creaciones estéticas que en las estaciones rupestres paleolíticas, nos llevan a sentir la saudade del nomadismo; sin más ley que el impulso, sin otra realidad que la naturaleza sugerente, anterior a la influencia colectivista del grupo neolítico. Lo Flamenco es música solitaria que acentúa en la soledad su carácter individualista. Parece como si encomendara su continuación, y encomendara la ley de variación que regula todo vivir, a un sólo instrumento; libre, autónomo, regido sólo por el sentimiento arbitrario: la voz del errante cantaó, esto es sin más canon que el canon verdadero de este arte, que no es el que elabora la razón del hombre, sino la razón inaprensible de la Historia».
Ya próximo a dar con la solución, afirma que «de la exposición histórica anterior aparece que la Música andaluza, lírica y coral, del Medievo, se nos ofrece con iguales caracteres en los siglos XV y XVI, perdiéndose la pista de ella en este último siglo, hasta que vuelve a aparecer viva a finales del XVIII, afectada por una extraña técnica y en Poder de los Gitanos» (pág. 162). Finalmente y sin aportar prueba alguna concluye que este género lo gestaron los labradores huidos que se integraron con los gitanos. Y afirma que «felah-mengu» en árabe significa «labrador huido o expulsado» (pág. 166).
Se pregunta la razón por la cual no hay huella de felah-mengu alguno en la literatura española y otros textos y documentos. Sencillamente porque estaban más que ocultos, ocultísimos, durante los siglos XVI al XVIII. El pueblo andaluz es un pueblo conquistado que «se encontraba al margen de los pleitos mantenidos entre sí por sus conquistadores, europeizantes y europeizados» (pág. 47). Los «pobres andaluces (…) se arrimaban a las vallas de los cotos cerrados, deshecho el corazón en el llanto del Islam» (pág. 48). Este anhelo de la España musulmana da pie a que comience «la elaboración de lo flamenco por los andaluces desterrados o huidos en los montes de África y España» (pág. 166).
La palabra «felah-mengu» de la que hace derivar «flamenco» la usa también en el texto que iba a servir de epílogo al libro de Fernando el de Triana. Además de esa etimología se han barajado otras, pero fueron cayendo por su propio peso debido a una evidente inconsistencia documental. La que tiene más visos de ser cierta cuenta con el aval de las menciones en diversos textos. Es la que detalla mi maestro Luis Suárez Ávila, colaborador habitual de Expoflamenco, en su artículo Flamenco: motivación metonímica y evolución cultural del nombre de los gitanos y su cante.
Viene todo esto a cuenta porque si ya se descartaron definitivamente las pintorescas etimologías que vinculaban el flamenco con el ave palmípeda o con la palabra flama (por lo caliente), la que se debe al padre de la matria andaluza ha reverdecido hace poco a pesar de tener, como las otras, veracidad nula. Aparte del pequeño detalle ya citado de que no aparece ni una sola mención de felah-mengu alguno en textos literarios o documentos de otra naturaleza, hay otra razón que nos lleva a descartar tal conjetura, porque conjetura es y no teoría (en matemáticas una conjetura es una afirmación que no ha sido ni demostrada ni refutada, mientras que una teoría es una armazón de teoremas sustentados en rigurosas demostraciones lógicas). Tal razón viene acreditada por el sentido común (¡ay, tan escaso en estos tiempos!): los flamencos fueron los herederos de majos, guapos y manolos, gente echá p’alante que se hacía notar por donde estuvieran, todo lo contrario de lo que debía ser un campesino morisco huido que, por puro instinto de supervivencia, trataría pasar desapercibido, como el soldado que se coloca al final de la compañía para que no lo endique el sargento. Porrina de Badajoz con sus ropas de mil colores sería lo antitético a un felah-mengu.
La herencia que han dejado los moros… Inciso: la palabra «moro» en el habla coloquial designa a los musulmanes del norte de África y Oriente Próximo. Así, son moros los saharauis, árabes, sirios, argelinos e incluso los turcos. Más aún, es habitual que a cristianos nacidos en aquellas tierras también sean conocidos como «moros», tal es el caso de las cantaoras Amina y Antonia la Negra, que se autodenominaban «gitanas moras». Quien tenga reparos en usar dicha palabra deberá evitar comer pinchos morunos o sardinas a la moruna, asistir a un concierto de La Luna Mora de Guaro, ver una fiesta de Moros y Cristianos o reprimir el cariñoso piropo de «reina mora» con que se obsequia a una niña pequeña. Fin del inciso. Decía que la herencia que han dejado los moros en España –principalmente en el sur y el levante– es notable en la gastronomía, la arquitectura y artes decorativas y en el léxico y la toponimia. Otra cosa es en la gramática o el derecho, ámbito en el que afortunadamente seguimos la senda marcada por el Derecho Romano y la Escuela de Salamanca en vez de la Sharía que rige en algunos países de cultura islámica y que está de rabiosa actualidad.
¿Y en el flamenco? Pues parece que la influencia moruna es más bien escasa y difícil de concretar, si es que queremos evitar la vaguedad de la retahíla «dejaron su huella moros, judíos y cristianos». A ver, un mínimo de rigor. Quienes con total desconocimiento dicen que «el flamenco viene de los moros» afirman tal cosa porque la forma de cantar en este género –que, no lo olvidemos, tiene alrededor de dos siglos de antigüedad– es muy melismática. Lo mismo que ocurre con otras muchas músicas tradicionales del Mediterráneo.
«La Música andaluza, lírica y coral, del Medievo, se nos ofrece con iguales caracteres en los siglos XV y XVI, perdiéndose la pista de ella en este último siglo, hasta que vuelve a aparecer viva a finales del XVIII, afectada por una extraña técnica y en Poder de los Gitanos» (Blas Infante)
Está bien estudiado que desde la Edad Media la literatura hispánica está teñida de maurofilia. Don Ramón Menéndez Pidal señala que en el romancero viejo los moros «nunca son mirados como enemigos odiosos e irreconciliables, según aparecen en las chansons de geste francesas» y que, más tarde, «los castellanos, lejos de sentir repulsión hacia los pocos musulmanes refugiados en su último reducto de Granada, se sintieron atraídos hacia aquella exótica civilización» (España, eslabón entre la Cristiandad y el Islam, Espasa Calpe, 1956, págs. 26-27).
Esta tendencia no se interrumpió en la época de los Austrias al «recrear en términos positivos, tanto el último esplendor andalusí que representó el reino de Granada, como la voluntad de conquistarlo por parte castellana», como indica María Soledad Carrasco Urgoiti.
La maurofilia del siglo XIX, que es la que interesa aquí y que es básicamente la misma de hoy, está alejada ya de gestas épicas y viene a quedarse solo con la imagen que se traslucía en los textos del infante Don Juan Manuel, donde las cortes de Al-Ándalus aparecen como «centros de molicie refinada y suntuosa» (Rosa María Lida de Malkiel, «El moro en las letras castellanas», Hispanic Review, 28, 1960, pág. 355). Esto tiene hoy su correspondencia en los carísimos hammans de algunas ciudades españolas, en una estética new age oriental, en las clases de auténticas «danzas del vientre», que no son más que herencia del alhambrismo de «sonoros chorrillos de agua» amenizado con música chill out.
La maurofilia –bien estudiada por Irene Zadarenko– pudo influir en la opinión que estima que el flamenco –como lírica que es– tiene ascendencia mora. Hay que tener en cuenta que este género además de ser una música artística lo es también tradicional, y por la puerta de atrás de las tradiciones se cuela cualquier cosa de matute. En el siglo XIX, con el advenimiento del Romanticismo, las ensoñaciones morunas distorsionan la visión que los extranjeros tienen de España y, sobre todo, de Andalucía. De ello se dieron cuenta dos gitanos granadinos, dos verdaderos genios del marketing y la puesta en escena cuyas enseñanzas se podrían impartir hoy en la City de Londres o en Broadway. Uno fue Mariano Fernández Santiago Chorrojumo (1824-1906), quien a instancias de Mariano Fortuny se disfrazó con pretéritas ropas goyescas para servir de modelo al pintor catalán. Le vio color al asunto, así que dejó su oficio de herrero (de ahí su apodo) para buscarse la vía desde entonces contando historias de la Alhambra y dejándose retratar ataviado con sus vistosos ropajes por los turistas a cambio de suculentas propinas (si llevaban cámaras de fotos es que tenían jallares). Creó escuela, porque le salieron competidores. El otro, Antonio Torcuato Martín El Cujón, nació en Ítrabo, también herrero, y además tocaba la guitarra y cantaba. Hacia 1840 organiza la primera fiesta de gitanos –que llama «zambra»– en Granada, en la plaza del Humilladero, junto a la basílica donde está la Virgen de las Angustias. Su zambra actuó para Washington Irving, Hans Christian Andersen y la reina Isabel II. También le salieron seguidores que mejoraron lo creado por él. Fueron los hermanos Amaya quienes se dieron cuenta del potencial turístico de la idea del Cujón y montaron su zambra en 1881 en el incomparable marco de una cueva del Sacromonte con la Alhambra enfrente (Curro Albaicín, Zambras de Granada y flamencos del Sacromonte, Almuzara, 2011, págs. 73-74). Talentazo. Estas zambras tenían una coreografía atractiva para el visitante. Hasta hoy. Olé por El Cujón y los Amaya, que gracias a ellos salieron lumbreras como los Habichuela, Marote, Mario Maya o Mariquilla.
Faustino Núñez, en su imprescindible página web Flamencopolis, al describir una zambra que grabó Juan Habichuela deja una frase que podría servir de definición para el resto de zambras flamencas: «Aire de tango pausado que sueña con un pasado mítico, una suerte de alhambrismo musical». También de las zambras que se representan en las cuevas comenta: «El ritual que agrupa a los distintos bailes que celebran los gitanos del Sacromonte recibe asimismo el nombre de zambra, representada de continuo en sus cuevas para regocijo de la extranjería. Integra tres bailes principales: la alboreá, la cachucha y la mosca, cada uno de los cuales simbolizan un momento del ritual de la boda gitana».
El flamenco cuaja en la misma época que comienza la desgraciada y absurda aventura colonial española en África, que da lugar a la guerra contra el sultanato de Marruecos en 1859, una guerra a la que las tropas españolas fueron en penosas condiciones por «la incompetencia y falta de escrúpulos de nuestros políticos, que envían a miles de jóvenes al matadero marroquí en alpargatas y sin preparación ni instrucción de combate», amén de una catastrófica logística. Así se expresa el profesor Jesús Salafranca Ortega (El sistema colonial español en África, Algazara, 2001, págs. 70-71). Perdonen una nota personal, pero tengo que evocar la memoria de mi tío abuelo José Díaz Segovia, de Lagos (Vélez-Málaga), cuyos restos descansan en cualquier lugar del Rif desde hace 100 años. Allí estuvo de soldado y allí murió enfermo, poco antes del Desastre de Annual.
A mediados del siglo XIX los estudios arábigos experimentan un gran impulso, pues eran un modo de conocer bien al vecino a colonizar, como señala Isis Montserrat Guerrero Moreno. De este modo, en el siglo XIX los arabistas españoles quintuplican en número a los del siglo anterior.
Por otro lado, en el último tercio del siglo XIX conservadores como el gallego Alfredo Brañas (1859-1900) y el vasco Sabino Arana (1865-1903), ambos carlistas, y el catalán Prat de la Riba (1870-1917), fijan su mirada en la remota Edad Media –la época del érase una vez de los cuentos tradicionales– para forjar unos mitos fundacionales de claros tintes racistas y supremacistas. Como es bien sabido, Wilfredo el Velloso vendrá a ser el fundador de Cataluña. Por su parte, y como escribe Pedro Insua, en pos del evemerismo medieval el mítico rey Breogán será la quintaesencia de lo celta, que es la sustancia del hecho diferencial gallego. El poeta Eduardo Pondal (1835-1917), autor del Himno de Galicia, ayudará a ello. Da repelús leer su poema Da raza, donde entre otras lindezas encontramos versos –con perdón– como estos referidos a los castellanos, a quienes hace descender de «los vagos gitanos», de «moros» y «árabes» y a quienes desea que se «los lleven los demonios»:
Vós sodes dos cíngaros,
dos rudos iberos,
dos vagos xitanos,
da xente do inferno;
dos godos, dos mouros
e alarbios; q’aínda
vos leven os demos.
Nós somos dos galos,
nós somos dos francos,
romanos e gregos.
Nós somos dos celtas,
nós somos galegos.
También para la construcción del Estado liberal español tras la implosión del Imperio se necesitó un mito fundacional que eludiera a los Austrias pues, como señala con tino Elvira Roca (Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días, Espasa, 2019, págs. 130 y ss), tras la llegada de los Borbones se hace borrón y cuenta nueva con la dinastía anterior y, sorprendentemente, durante más de un siglo solo se escribe historia medieval con tal de eludir a los Austrias, que terminaron por caer en el olvido. A consecuencia de esta damnatio memoriae el mito al que se recurre será don Pelayo y Covadonga, y de ahí arrancó la costumbre de enseñar en las escuelas la lista de los reyes godos.
El andaluz Blas Infante, más joven que los citados y en la misma línea herderiana de búsqueda de las identidades patrias en la Edad Media, fija su mirada en Al-Ándalus. Ahí están nuestras esencias, nuestro hecho diferencial, por eso «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos». A todo esto no hay que perder de vista que Andalucía no coincide en absoluto con Al-Ándalus, que llegó a ocupar casi toda la península.
Son cuatro, pues, los vértices entre los que se enmarca el contexto de la etimología formulada por Blas Infante para el género flamenco:
- El surgimiento de una nueva música andaluza que nace como reacción romántica al academicismo de influencias francesa e italiana (en este aspecto es plenamente vigente el libro de Luis Lavaur Teoría romántica del cante flamenco, Editora Nacional, 1976);
- el romanticismo decimonónico, con la idea de Herder (¡ay, el idealismo alemán!) de que los pueblos están imbuidos de un Volksgeist o Espíritu nacional, que es una de las causas que provoca
- el nacimiento de los nacionalismos identitarios, totalmente refractarios al moderno concepto de ciudadanía (¡ay, de nuevo, el idealismo alemán!), y
- el colonialismo español en África, sobre todo en el Magreb.
A todo esto conviene poner claramente de manifiesto que no hay que confundir las «conjeturas científicas» de Infante con las corrientes artísticas que buscan inspiración en el pasado andalusí y en el sur de nuestras costas, caso de la arquitectura neomudéjar o la pintura africanista, que han producido notables obras, o el reciente rock andaluz, subgénero musical que ha contado con grupos cuyos nombres son bien ilustrativos: Medina Azahara, Zaguán, Mezquita, Guadalquivir o los extraordinarios Imán Califato Independiente.
Un artista destacado fue el ya citado Mariano Fortuny, que fue pintor del regimiento del general Prim, ambos de Reus. En el impactante cuadro La batalla de Tetuán, Fortuny retrata la toma de la ciudad norteafricana por el general O’Donnell (luego duque de Tetuán) en 1860.
En el corpus lírico del flamenco quedaron algunas letras de este episodio de nuestra historia, como una bulería grabada por Antonio Mairena. La letra, aunque es tradicional, la firma, ay, Antonio Cruz García, o sea, el propio Mairena. Curiosamente un hecho bélico sirvió de material para componer una letra amorosa: cosas grandes que tiene el flamenco, que se adelanta al lema hippie «haz el amor y no la guerra»:
Tú te tienes que entregar
como entregaron los moros,
compañera mía,
las llaves de Tetuán.
Antonio Mairena con la guitarra de Melchor de Marchena: Fiesta por bulerías «Las llaves de Tetuán» (Cien años de cante gitano, Hispavox, 1965)
No está de más recordar que durante la Guerra Civil se cantaba en el bando republicano esta canción que grabó Joaquín Díaz (una variante de la segunda cuarteta, comenzando por «En el palacio del rey» y terminando por «retumba toíta la España», se suele cantar por bulerías y cantiñas):
Del día seis de febrero
nos tenemos que acordar,
entraron los españoles
en la plaza de Tetuán.
En la plaza de Tetuán
hay un caballo de caña,
cuando el caballo relinche
entrará el moro en España.
¡Centinela, centinela,
centinela del serrallo!
¡Alerta, alerta que vienen
los moritos a caballo!
La plaza de Tánger
la van a tomar,
también han tomado
la de Tetuán.
Joaquín Díaz (guitarra y voz), con el clave de Agustín Serrano y el contrabajo de Carlos Casasnovas: «La plaza de Tetuán» (De mi Album de Recuerdos, Movieplay, 1969)
El Piyayo también cantaba una letra referida a la guerra de África (llamada en la historiografía marroquí como guerra de Tetuán). En ella se mienta al general O’Donnell (con acento en la «e», para que rime). Manolillo el Herraor y Tío Enrique el Gitano, discípulos ambos del Piyayo, se la transmitieron a mi amigo Pepe Luque Navajas, que fue a su vez mi informante:
Mira, moro Muliarbás,
si a las cuatro y media en punto
no estás al pie de la sierra
yo te apunto mis cañones
y a Tánger te echo por tierra.
La reina Isabel segunda
sin poderse contener
en un arranque de ira
mandó llamar a O’Donnell.
Venga usté, por Dios, padrino
que se ha puesto en contra mía
toíto el campo marroquino.
Decía un bravo artillero
sobre sus piezas clamando:
«¡Santa Bárbara bendita!,
dame acierto en lo que mando».
Y a una señal que le dieron
disparó la artillería
y no han visto los nacíos
tan atroz carnicería
de moros pataleando,
y los bravos artilleros
con gran brío disparando.
(Muliarbás por Muley el-Abbás, general en jefe del ejército marroquí durante la campaña de Tetuán de 1860).
En el contexto de la presencia española en el norte de África habría que situar esta otra copla que la Niña de los Peines grabó por sevillanas en 1909:
En el Campo de Melilla
ha nacido una amapola
con un letrero que dice:
«¡Viva la sangre española!»
Niña de los Peines y Ramón Montoya: Sevillanas boleras nº 1 (Zonophone X‑5‑53.027 (875 y), 1909)
* Continuará
Francisco en Paris 27 agosto, 2021
Señor Soler, este es un pedazo de artículo, impecablemente documentado y muy bien explicado, además de interesante, una joya. Ojalá tenga como proyecto un libro pronto. Enhorabuena.
Ramón Soler 28 agosto, 2021
Muchas gracias por sus palabras. Creo que la labor de los investigadores de flamenco (o de cualquier ámbito) debe ser iluminar zonas oscuras y huir de todo amarillismo.
En el flamenco algunos gustan de escribir con el principal fin de generar polémicas y segregar jugos gástricos (como el perro de Pavlov) en cuanto se mienta algunos nombres de flamencos egregios.
En cuanto a lo del libro, ciertamente es tentador pero hay que echarle tiempo y trabajo.
Le reitero mis agradecimientos por su comentario. Un cordial saludo.
JUAN JOSE ACOSTA IGLESIA 31 agosto, 2021
¡Amén! por el totum revolutum.