El flamenco pertenece a los que lo acunan
Crónica del momento más emotivo de la Caracolá Lebrijana. El Caracol de Oro a Manuel de Paula y las actuaciones de María Terremoto, Pedro El Granaíno, José de la Tomasa y, como broche, el baile de Manuela Carpio.
Y por fin llegaba el momento más emotivo de esta Caracolá estival celebrada cada año en la ciudad de Lebrija. Los aficionados aman este instante, puesto que siempre se logra poner al alcance de alguno de los artistas que conforman las raíces de lo jondo, un sueño que para muchos parece inalcanzable. En esta ocasión, el protagonismo corría a cargo de Manuel de Paula, quien nos hacía partícipes de su satisfacción y emoción al verse engalanado con un caracol tan emblemático en la solapa de su chaqueta, al lado del corazón, como él decía. No cabía duda de que el elenco escogido iba a ser muy especial y así fue: María Terremoto, Pedro El Granaíno, José de la Tomasa y, como broche, el baile de Manuela Carpio.
La noche comenzaba con el desparpajo y la frescura de juventud de María Terremoto, que arrojaba energía y potencia que nos demostró a través de su privilegiada voz. María, nieta de Terremoto de Jerez e hija de Fernando Terremoto, salía al escenario con toda la fuerza que su conmoción le permitía, ya que, como ella misma nos hizo llegar, suponía una gran responsabilidad pisar aquel escenario. Por ello, todo su afán era que disfrutáramos con ella y conseguir hacernos llegar el corazón que estaba dispuesta a poner en cada uno de sus cantes.
La joven jerezana comenzaba por soleá por bulerías, enfrascando al auditorio en un señero deleite, cuando los artistas que ocupaban el escenario conseguían entretejer una perfección rítmica que encajaba a la perfección con los acordes de Nono Jero y la voz paradójicamente madura de la cantaora, que terminaba por entonar un estilo de este palo no consuetudinario en los últimos espectáculos a los que hemos asistido. María interpretó el estilo de Rosalía de Triana con mucha sensibilidad y elegancia.
Era el momento de empañar la noche con su segundo cante y María Terremoto, con su risueño abanico y su vestido del color de la espuma del mar, hacía un exhaustivo repaso del compás plañidero por excelencia. Así, la protagonista nos hacía disfrutar, de manera consecutiva de una toná liviana y una serrana, haciendo el cambio de María Borrico como exquisito remate. Cambiaba, con gusto, la dimensión creada durante los primeros minutos de la actuación. Había llegado el momento de cambiar de tercio y la jerezana se deshacía con nosotros en un compás por tangos fatuo y soñador, que acompañaba con los movimientos presumidos que la definen, haciendo alarde del arte, a través de la ejecución de una serie de pasos bañados de jaleo y exaltación, tanto de parte de sus compañeros como de los apasionados que llenaban el teatro. La artista acababa su actuación por bulerías, dejándonos un delicioso aroma en el ambiente, para hacer frente al resto de grandes figuras que tendríamos el honor de disfrutar a continuación.
El artista que venía a continuación fue un descubrimiento de los Farrucos, en Granada. Y, a partir de ese momento, no ha parado de despuntar, hasta el punto de convertirse en una de las voces, por excelencia, del panorama actual. Profesionalmente, se puede decir que Pedro el Granaíno es especial porque consigue mezclar con pericia lo más contemporáneo y lo más añejo de esta compleja vocación. Pedro comenzaba su intervención por soleá, en un halo que, a pesar de la oscuridad, había conseguido transmitir familiaridad y afabilidad a los allí presentes. Personalmente, quedé colmada de agrado y complacencia cuando percibí que el quejío ronco del cantaor entonaba una soleá de Cádiz que, como he dicho anteriormente en referencia a la soleá por bulerías de Rosalía de Triana que había recitado María Terremoto, no es usual encontrarse en el transcurso de las galas flamencas. Por eso, creo que es digno de alabar y plasmar en estas páginas.
La iluminación de las tablas se tornaba de colores cálidos, generando un escenario muy conveniente para la exégesis de unos nostálgicos tientos, en los que el protagonista de la segunda actuación hacía referencia a la letra de la bambera de nuestro admirado Camarón de la Isla, con lo que provocaba la expectación y los interminables aplausos de los asistentes que recordaban aquellos fascinantes versos: Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño. Antes de comenzar su cante por seguiriyas, Pedro citaba algunos recuerdos con el galardonado, que cubrían el espacio de ápices nostálgicos conectando, incesantes, con la seguiriya de Manuel Torre. En la entonación de este cante no podía pasar desapercibida la precisa guitarra de Patrocinio Hijo, que permitía presentir la agilidad de sus dedos, a través de la transparencia de los acordes, sin dejar de mencionar la admiración con la que el Granaíno le sonreía durante la ejecución de sus falsetas.
Finalmente, llegando el cambio de Manuel Molina, el cantaor comenzaba sin subir demasiado la velocidad, pero sí la potencia de su voz, hasta que finalmente aunaba esta misma con una celeridad que provocaba una explosión de magnetismo. La aparición de este virtuoso flamenco acababa por fandangos, comenzando con una falseta que arrancaba, sin apenas percibirlo, el aplauso del público para dar paso a la voz de Pedro. Las continuas demostraciones de la gente seducida ante tanta exquisitez conseguía convertirse en el segundo protagonista de esta actuación, con un fandango dedicado a Chocolate –catorce años de su muerte–, al borde del escenario, con el público a sus pies, tanto literalmente como de manera metafórica, en cuanto a lo que sus ánimas entregadas se refería.
El cante en representación de la familia Torre corría a cargo del célebre José de la Tomasa, que rompía el hielo con un cantecito por taranto canalizado a través de una voz melodiosa que, a su vez, lidiaba con la potencia que este requiere, debido al sentimiento que de él se desprende. Además, es sabido que de la Tomasa es un cantaor en el que la delicadeza rebosa por encima del sentido racional. A continuación, y tal y como él expresó, un “ramillete de soleares” sucedía a los cantes de levante, donde dejaba al descubierto el dominio que tiene del escenario y en el que nos dejó comprobar que la experiencia es un grado y que, cuando se canta de corazón, la concurrencia se rinde a tus pies. Cabe destacar, en relación a las soleares, que el artista interpretó de manera alternada la soleá de la Andonda, cuya escuela se sitúa en Triana, y la soleá de Juaniquí, una variante de Lebrija que la ocasión merecía. Los quejíos tímidos que José lloraba hacia su interior eran captados por la tez de los aficionados en forma de piel de gallina y olés que salían del mismo sitio del que emanaban los lamentos del cantaor. Este, además, conseguía mecer la voz en una especie de nana tejida por los dedos del guitarrista que, en este caso, era José Gálvez.
Cuando bajaron las luces para crear el clima propio para el momento, el intérprete sacaba a relucir su repertorio por seguiriyas, comenzando, como era de esperar, por la seguiriya de Manuel Torre y siguiendo por la de Paco la Luz, conectando ambas a través de una falseta que buscaba la aprobación del público y, sin demasiada demora, lo conseguía.
La escisión que conformaba la parte de cante finalizaba con este consagrado artista, que decidía culminar con un estilo que, si se hace con el sentimiento más puro que se alberga en el interior, llega a doler al que lo escucha. La diferencia es que, en este caso, tanto emisor como receptor éramos víctimas de la vehemencia que despertaba el cante por fandangos.
Manuela Carpio ponía la guinda a una noche marcada por la nostalgia y la exaltación de la pureza. Es una bailaora que lleva el baile metido en el sentido, al igual que la docencia, hasta el punto de conseguir convertir su escuela en una institución muy importante dentro de este mundillo repleto de ímpetu y arte. Manuela nos llamó la atención por la pujanza y el aliento que caracterizaban su baile, que no nos dejaba en ningún momento impasibles ante cualquiera de sus movimientos. Vestida de terciopelo y motivos toreros con ciertos detallitos dorados, Manuela interactuaba, con un elenco que la arropaba, en todo momento, en la médula del escenario. De esta forma, conseguían concordar el sentir de ambos y precipitarlo sobre nosotros con fuerza.
Un elenco formado por El Extremeño, Juan José Amador y el Pulga entre otros, que aportaba una maestría y un saber estar que ayudaban a nuestra protagonista a sacar todo lo que llevaba dentro y ponerlo a merced de quienes estábamos dispuestos a acariciar desde el patio de butacas cada citación al baile, tanto por seguririyas como por soleá.
Finalmente, las bulerías que concluían el espectáculo nos dejaban un sabor muy dulce, con el que éramos capaces de discernir y afirmar con rotundidad que el flamenco pertenece a aquellos que son capaces de disfrutarlo y acunarlo al compás de la complicidad y conmiseración que este merece.